FIN DE CICLO Y EFECTOS DE LA LUPA DEL PERIODISMO CON QUE SE MIRE LA POLÍTICA

Luces y sombras

ROMANAPor Roberto Caballero
Quizá sea producto de la ola de calor, la mayor del último medio siglo. O de la dramática falta de luz eléctrica. Tal vez sea un espejismo, aunque no puede descartarse que se trate de un súbito giro a la izquierda del país conservador, eso nunca se sabe. En la tapa de La Nación del jueves 26 puede leerse: «Hay más de 10 millones de argentinos pobres y aumentó la desigualdad.» No es la Prensa Obrera, no es un semanario anarquista, no es el semanario de la CGT de los Argentinos, es la tapa, la página principal, del diario que encarna los intereses del establishment local, suerte de hermano prolijo, adecentado, del Clarín, que ahora parece preocupado por la justicia social. Finalmente, la pobreza y la desigualdad que el capitalismo fabrica desde siempre son noticia en la tribuna de doctrina del liberalismo económico nacional. El muerto se escandaliza por el degollado. No hay, sin embargo, en sus páginas interiores una autocrítica de su pasado apoyando programas económicos que produjeron pobreza a mansalva. Ni siquiera una expiación por haber sostenido doctrinariamente el sistema excluyente que casi termina en la disolución nacional del 2001. Los pobres de hoy, la desigualdad de hoy, los indigna hasta la rabia, porque la supuesta miseria que llevan como título principal pueden atribuirla al kirchnerismo gobernante, experiencia política que aborrecen y a la que quieren escarmentar, aislar socialmente, negativizar hasta la arcada, para que nunca más los argentinos elijan un gobierno igual. La cabeza de la nota que publican dice así: «Más de 10 millones de personas viven en situación de pobreza en la Argentina, sin empleo formal, educación de calidad ni vivienda digna, y con un servicio de salud insuficiente. Además, entre 2004 y 2012 aumentó la brecha social: la diferencia entre calidad de vida del sector medio y la del más vulnerable.»
«Entre el 2004 y el 2012», es decir, desde que gobierna el kirchnerismo. La «década ganada», entonces, pasaría a ser la «década perdida», según jerarquiza ese diario. Interesa la fuente en la que el diario basa esa afirmación: el ODSA, el Observatorio de la Deuda Social Argentina, de la Universidad Católica Argentina (UCA). Se trata de una institución privada, a la que el editor consigna como productora de «una de las mediciones socioeconómicas más confiables del país», le faltó agregar con sede en Puerto Madero, que se ve que sólo es un barrio reprochablemente indigesto y símbolo de la opulencia cuando se lo asocia a la figura del vicepresidente Amado Boudou. Junto al título catástrofe (tres puentes, a cuatro columnas, de 21 caracteres cada uno), hay uno más chico (también de tres puentes, pero a dos columnas, con 18 caracteres cada uno, en tipografía más reducida) que dice: «Surgen dudas por el nuevo indicador oficial de inflación.» Remite al nuevo Índice de Precios al Consumidor (IPC) del Indec. Tiene un copete, una bajada, que añade temeridad al asunto: «(El ministerio de) Economía promete que reflejará la realidad, pero técnicos y analistas sospechan.» Del contraste surge que lo que generaría confianza, o sea valor, fortaleza, solvencia, son los datos más o menos discutibles de una universidad privada de la Curia, y lo que alimentaría sospechas, o sea disvalor, recelo o alerta, es una medición elaborada por los técnicos del Estado, con monitoreo del FMI. Dice el editor de La Nación: «Un hecho que aumenta la desconfianza es que en la elaboración del nuevo IPC participaron las mismas autoridades del Indec acusadas de manipular las estadísticas desde 2007.» Previamente, citando fuentes del Ministerio de Economía, advertía: «No se hará nada para evitar que el IPC nacional, que se reeditará en febrero (con la medición de los precios de enero), eventualmente arroje un resultado cercano al medido por las provincias o las consultoras privadas.»
La pregunta es por qué habría de hacerlo. Por qué el Estado debería, para atravesar las aguas del Ganges liberal que propone La Nación, adoptar las estadísticas de grupos sectoriales con intereses particulares o de minúsculos estados provinciales para ser creíble o dejar, al menos, de ser sospechoso. A nadie escapa que el Estado viene perdiendo esa batalla por el sentido de realidad de sus propias mediciones. Para que el diario conservador por excelencia, oficialista de todos los planes económicos que llevaron al país a la hecatombe y la exclusión, se atreva a erigirse en patrón de lo que merece halago o descrédito, es porque la ofensiva editorial antikirchnerista de sus accionistas se encontró del otro lado con algo parecido a un repliegue desprolijo, insuficientemente argumentado y comunicado. En cualquiera de los casos, el Estado democrático no puede ver avasallada la potestad que la Constitución y la sociedad le confieren de producir información propia para diseñar políticas públicas y ordenar el trabajo y las prioridades de sus agencias
En los Estados Unidos, el Indec yanqui también está en cuestión. Pero la diferencia es que las críticas que recibe se publican en un breve del Washington Post, no en la tapa de un diario hegemónico pretendidamente serio. De todos modos, la intencionalidad catastrófica de los accionistas del mitrismo, no releva de responsabilidad a los funcionarios que abastecen sus despropósitos. Es cierto: los diarios opositores amplifican, exageran y difunden la sensación cotidiana de que todo acaba en un helicóptero. No hubo otro gobierno que haya recibido tanto castigo como este, ni etapa donde el periodismo (o las empresas que abusan de él para garantizarse sus negocios e influencia política) traspase los límites de la verdad de manera tan alevosa, naturalizando una realidad imposible donde nada de lo que hace el Estado está bien. Cada página es un ladrillazo en los ojos. Cada error un tsunami. Cada funcionario una caja fuerte con euros volando hacia paraísos fiscales.
El gobierno se transformó en un blanco móvil de editores cuya única misión es recortar los hechos para no reflejar una realidad comprensiva del conjunto de factores que operan sobre ella, sino sólo la parte estereotipada que les da la razón en su constante trabajo de demolición. Enojarse por eso es legítimo, aunque obedece a una lógica que, por despiadada y lacerante, no es otra cosa que las reglas de juego que impone el que tiene más poder de fuego en el campo de disputa, en este caso, la realidad publicada.
Los funcionarios que se quejan por este destrato cotidiano harían algo mejor para sus hígados castigados que quejarse si se dedicaran a evitar que sus acciones u omisiones se tradujeran en títulos cantados, algunos muy obvios, donde se llevan la peor parte. Saber, por ejemplo, que los diarios opositores son eso: diarios opositores que se venden en los kioscos y marcan la agenda radial y televisiva, creando sentido, generando valor simbólico alrededor de los hechos que protagonizan. Si es algo malo, será terrible. Si es bueno, no será noticia. Trabajan para generar un consenso social estéril: nada de lo que hay vale la pena, hay que cambiarlo. En el oficio de la disputa por el sentido común, llevan años de delantera. (…)*
El periodismo puede generar tiempos de luces y tiempos de sombras, todo un desafío de elección de los lectores para un tremendo año que termina y uno que abre esperanzas con un nuevo comienzo. Habrá que ver…

Fuente: Tiempor Argentino – Info News

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