UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Cuando amanece el mar es lo único que nos queda

Por Javier Arias

Los kilómetros van pasando como fotogramas junto a mi ventanilla. La costa distante apenas se adivina entre la bruma del amanecer. Sólo queda ir hacia adelante, siempre hacia adelante, saltar pueblo tras pueblo sin siquiera mirar los nombres en el mapa. Seguir adelante, la ruta como único destino posible, ese horizonte que cada vez está un poco más allá, inalcanzable, pero casi en la punta de los dedos, que rígidos al volante, me impulsan al futuro.
Las líneas de la ruta cada vez se hacen más cortas, casi como puntos suspensivos que voy devorando como bestia salvaje en procura de alimentar ese vacío que me estruja el alma. Curva tras curva, entre el acantilado y las montañas, como fue siempre, sorteando los puentes sin siquiera registrar el abismo que nos separa de las aguas calmas.
Sin desacelerar abro un poco el vidrio y una ráfaga marina me explota en la cara y logra avivar un poco los sentidos. En ese mismo instante lamento haberlo hecho, las imágenes de la noche anterior vuelven como una estampida de elefantes pisoteando lo poco que me queda de cordura.
La única luz que ilumina el cuarto es la parpadeante lamparita del baño, con la puerta entornada, desde donde proviene un arrítmico goteo que a los minutos comienza a martillarme el cerebro.
Me levanto y fuerzo la canilla, pero es inútil, vuelvo a sentarme sobre la cama. El conserje me había dejado pasar al cuarto cuando le expliqué que era su esposo, que era nuestro aniversario y habíamos quedado en jugar a ser dos desconocidos en un cuarto de hotel. No hizo preguntas, o era un arreglo cotidiano o le importaba un carajo quien entraba y quien salía de las habitaciones. El hecho de que ni esperara el billete que tenía en la mano me hizo inclinarme más por la segunda opción.
La ruta ahora se veía recta, infinita, definitiva. El océano había desaparecido, pero todavía vivía en la brisa que me arremolinaba el pelo.
Ya se había ido de casa cuando logré escaparme de la oficina. Hacía una semana que las discusiones habían dejado paso a los insultos y la última llamada había sido literalmente una sucesión de puteadas, casi sin sentido, sólo esquirlas de frases inconexas. Revolví el departamento pero no había nada que me ayudara, todo estaba en el perfecto desorden de siempre. Miré el teléfono y gastando la última esperanza marqué el rediscado. Me atendieron de un hotel, lo demás es casi historia.
Sería imposible determinar cuántos minutos, cuántas horas estuve mirando la puerta, sentado en la cama, pensando qué decirle cuando la viera entrar. Tampoco tenía tanto para decirle, pero estoy seguro de que había formado palabras y oraciones que me disponía a recitar ni bien se abriera esa puerta. Pero no lo recuerdo.
El mar apareció de golpe nuevamente detrás de una curva cerrada que tomé tal vez a demasiada velocidad y la rueda trasera mordió un poco la banquina de piedras. Ya se distinguían las olas y la espuma contra la costa.
No lo recuerdo, ni una de las palabras que iba a decirle, pero al fin de cuentas tampoco tiene mucho sentido recordarlas, porque cuando la puerta se abrió ya nada, ni esas nuevas palabras, ni las viejas, ni todo el diccionario tenía sentido, la puerta se abrió y entró sonriendo, sin lágrimas, sin casi tristeza, sonriendo.
Mejor la ruta, la ruta es lo que importa, el horizonte cada vez más cercano y propio, la ruta y el volante, el mar constante, las líneas que no son líneas sino puntos.
La sonrisa se volvió rictus, la sonrisa se volvió grito, los ojos desorbitados girando involuntarios hacia la puerta. Y no hubo palabras, sólo sangre sobre la alfombra, primero las de él, luego las de ella. Se hicieron uno en un mar escarlata que fue ganando la costa.
Y la ruta sigue al frente, sólo queda la ruta, adelante, un pueblo tras otro, y el horizonte, cada kilómetro un poco menos ajeno.

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