Página de cuento 506

Las acacias – Parte II

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

«Bien, ya que estamos, le voy a contar una pequeña anécdota. Se trata de una historia que contaban los antiguos, que fue transmitida de boca en boca y adaptada sucesivamente para los tiempos actuales, sea cual fuera ese momento.
Resulta que hace tiempo, en un poblado de las afueras de la gran civilización Palampagua que otrora habitara estas tierras recónditas, vivía una familia compuesta por los padres y cinco hermanos. Los hermanos tuvieron la desgracia de perder a los padres en un accidente y, como era la costumbre, el hermano mayor se hizo cargo de la hacienda, los bienes, y el cuidado del resto de la familia. Como verá, el hermano mayor no solamente se veía beneficiado con los bienes de la familia sino que además debía cargar con el deber de sustentar a los otros. Pero esto no significaba que los cuatro hermanos restantes no iban a tener ninguna responsabilidad ni ningún derecho. Era Úrsulo, el mayor, quien debía darles tanto obligaciones como pertenencias, así que los reunió y les dijo: A ti, Absalón, te doy estas semillas de acacias, deberás plantarlas en un lugar de tierras fértiles. A ti, Evaristo, te doy este balde con el que podrás traer agua del arroyo. A ti, Iñigo, te doy esta pala con la que podrás cavar la tierra. Y por último a ti Ovidio, te doy este libro lleno de sabiduría. Los cuatro hermanos se fueron y de inmediato se dieron cuenta que, asociándose, lograrían buenos resultados. Así fue que Iñigo cavó pozos en la tierra, Absalón plantó las semillas de acacias y Evaristo las regó. Mientras, Ovidio les recitaba el libro a sus hermanos con lo que los cuatro iban adquiriendo conocimientos de todo tipo. Pasaron los años y las semillas se transformaron en verdes y altos árboles, por lo que todos estaban felices. Sin embargo, un día Absalón dijo: que bellos que se ven mis árboles. No son tuyos, hermano, son míos porque yo los regué y cuidé durante años, dijo Evaristo. Disculpen, pero los árboles son míos, dijo Iñigo, fui yo quien cavó la tierra y mantuvo el surco para que los árboles se rieguen bien. No, dijo Ovidio, estos árboles son míos, como paga por haberlos hecho hombres inteligentes. En eso, se acercó Úrsulo, el hermano mayor, y dijo: ¡basta ya! Esta discusión no tiene sentido, todos saben que los árboles son de mi propiedad, y se terminó. Detrás de él venía un funcionario del estado, quien le hizo saber a Úrsulo que las tierras pasaban a manos del gobierno, por no pagar impuestos o algo por el estilo. Sin embargo, el estado palampagua de inmediato se trabó en una guerra contra sus vecinos los Palampaguanos. Así fue como los palampaguas fueron derrotados y las tierras pasaron a manos de los palampaguanos, cuyo gobierno se hizo cargo del predio de acacias. Claro que éstas fueron asignadas a un granjero que las consideraba como suyas, porque era él quien las cuidaba y no otro. No obstante, un día vino el rey y dijo, esto también es mío. Pero no tuvo tiempo de disfrutarlo demasiado, porque un tremendo cataclismo produjo el deshielo de los polos y el mar creció y tapó por completo a las acacias. El mar dijo: esto es mío. Sin embargo, un grupo de tiburones martillo se apoderaron pronto de la zona y la consideraban como suya, sin saber que entre las ramas putrefactas de las acacias se escondían multitudes de cangrejos y otros bichos que, consideraban como suya a la pequeña parte que habitaba. Rápidamente (porque el tiempo puede ser todo lo rápido que uno quiera) hubo movimientos terrestres, se separaron los continentes y el mar se desplazó hacia la izquierda, dejando libre el predio de las acacias, convertido ahora en un lago de lava volcánica. Después, el ser humano volvió a habitar dicha zona, ya que sus tierras se habían enriquecido por las sales remanentes de la lava volcánica. En el lugar donde antes estaban las acacias se construyeron sucesivamente edificios, estadios, puentes y pistas de aterrizaje, cada uno de ellos con innumerables personas que se consideraban sus propietarios. Después, una invasión intergaláctica proveniente de Andrómeda tomó posesión de estos lugares, plantando otras plantas de otras galaxias. Tiempo después, un arqueólogo de épocas remotas hacia adelante, encontró en la zona una roca con una impronta de hoja de acacia y dijo: esta piedra es mía.
Todos decían, indefectiblemente: esto es mío. Todos caían en el absurdo egoísmo de considerar como suya una obra de la naturaleza. Todos, sin excepción, fueron egoístas, ególatras, egocéntricos. Pero, ¿Sabe usted de quién son realmente las acacias?»
«No»
«Son mías. Porque el cuento lo inventé yo.»
«No, son mías, porque yo estuve todo este tiempo escuchando e imaginándolas. Además, ¿quiere un mate?. Bueno, si quiere un mate, déme las acacias.»
«De ninguna manera. Se las cambio por un mate y una docena de facturas, como mínimo.»
«Trato hecho.»

Luego de despedirnos, me quedé pensando: qué buen negocio había hecho. Esas acacias habían resistido el paso del tiempo y terribles cataclismos naturales, y más aún: habían resistido al egoísmo del hombre. Entonces, pensé, tengo acacias para rato, aunque las siga agrediendo pensando que son mías.

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