UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Siempre estamos volviendo

Alguna vez Marcel Proust, caminando por las calles de Paris y al sentir el aroma de una madalena recién hecha, fue secuestrado por el pasado y terminó escribiendo siete tomos enteros de su libro más trascendente, “En busca del tiempo perdido”. Es que podremos ver, oír, sentir y degustar, pero es cuando olemos cuando realmente vivimos las experiencias.

Por Javier Arias

Podría, en un ataque de impertinencia adolescente (y por cierto anacrónico), emular al genial Proust, no ya en su prosa, sino en su capacidad evocativa y recordar esa enorme montaña de bagazo en la entrada del pueblo de mi niñez en Jujuy. Pero no es en sí la montaña, ni su amarillo gastado, ni su descomunal tamaño –más para un niño de apenas cinco años- sino el olor intenso, vomitivo, desagradable y a la vez sanguíneo de esa mole que nos recibía cada vez que salíamos de viaje el que está fijo en mi memoria. Ya pasaron más de treinta años de la última vez que pasé por su lado, pero ese olor me acompañará hasta el fin de mis días.
Y como Ledesma tiene su firma registrada en mi enciclopedia olfativa, de la misma forma creo que cada ciudad tiene la suya propia, una especie de presentación alternativa más allá de cualquier rótulo nominal, una verdadera identidad olfativa. Y Madryn, este lugar en el mundo que he hecho propio y que, a falta de herencia de cuna, le he impreso mi promesa de amor eterno, también tiene su registro indeleble a la hora de enmarcarla entre mis recuerdos aromáticos.
Es así que cada regreso, además de regalarme esa figura que abraza al mar y esos colores caobas y sepias de un lado y azules y verdes profundos de otro, me envuelve en un abanico de aromas que ya son míos y que me devuelven a la paz del hogar añorado.
La aspereza de la tierra que levanta el viento del oeste y nos tira a la cara polvo y seca, pero que a la vez remonta la vida del campo, enarbolando el trabajo digno, la esquila y el sudor solitario. Ese olor a tierra que se hace fértil sólo a fuerza de tesón y que vuela montada en el aire patagónico hasta nuestras veredas, colándose por cada rendija, recordándonos que somos parte de un esfuerzo vital que nos une a una historia de sacrificios, pero también de destinos.
Tierra que se funde en su viaje final con la brisa marina, plena de dejos salobres, vital en cada uno de sus secretos. Una brisa que se levanta tímida primero, pero que se hace dueña de nuestros pasos vespertinos, marcando nuestros ritmos con golpes de algas, escamas y rumores. Sal y especias, vida y muerte en una sola. Un hálito que insufla nuestros pulmones con un mar nuevo cada día y que deja en cada impulso de nuestro torrente sanguíneo una nueva esperanza de nacer cada día, una vez más.
Esos son nuestros olores, esos aromas que nos distinguen y que hacen que cada uno de nuestros caminos sea, afortunadamente, un camino de perpetuo regreso.

N.d.A.: Esta nota salió publicada originalmente en el número 18 de la revista Darse Vuelta del año 2008.

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