DIARIOS DE VIAJE - DÍA 27

Estambul, la ciudad de los gatos

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Atilio Lampeduzza, luego de un extraño revoleo en un fondo de inversión de riesgo consiguió un viaje pago a Europa. Junto a Carmen, su esposa y sus dos hijos, Albina de 18 años y Ramirito de 7 años, pasaron casi diez días en un crucero, un día Tenerife, otro en Londres, casi una semana en Madrid, visitaron Córdoba, Sevilla, Cádiz, Jeréz, conocieron y durmieron en los pueblos blancos de Andalucía, pasaron por Málaga, Granada y Barcelona y ya están en Turquía, para despedirse de este viaje alucinante.

Caminar por las calles de Estambul es caminar por Bizancio, es caminar por Constantinopla, es una experiencia sin igual si uno se permite sumergirse en esos casi 3 mil años de historia que se respiran en una de las ciudades más antiguas del mundo.
Estambul fue, sucesivamente, capital del imperio romano de oriente, del imperio latino y del imperio otomano, por las orillas del estrecho del Bósforo caminaron los persas, los espartanos, los atenienses, los macedonios de Alejandro Magno y hasta los celtas. Constantino el Grande, Justiniano, las Cruzadas, cada adoquín transpira siglos.
Desayunaron en el hotel, en pleno barrio de Sultanahmet y encararon hacia la Mezquita Azul. Lo que no sabían era que Estambul, además de su milenaria historia también se caracteriza por sus milenarios gatos, que vaya uno a saber quién introdujo en tanta invasión contante. La cosa es que debe ser una de las ciudades con mayor porcentaje de felinos por metro cuadrado, hecho que para el normal desenvolvimiento de una familia donde tres de sus cuatro miembros son amantes de este tipo de mamíferos lo hace, por lo menos, dificultoso.
– A ver cuándo largan a esos gatos…
– Pero, papá, mirá que lindos que son, y ese vino desde ese techo para saludarnos -le respondió Albina mientras acariciaba la cabeza de un morruno gris.
– Minga de saludo, vino porque tiene hambre y te vio apetitosa…
– ¡Papá!
– Bueno, dale, ¡Carmen! ¿Vos también?
– Pero, Ati, vení, fijate que simpático que es este -le contestó Carmen mientras un gatito blanco con manchas marrones le levantaba la patita.
– Rami, ¿vamos a ver qué hay atrás de esa montañita? -dijo Atilio, gastando sus últimas municiones familiares, pero su hijo ni se gastó en contestarle, jugaba con una piedrita y dos felinos del demonio. Rendido se sentó a esperar.
Finalmente, llegaron a una plaza llena de turistas, “acá debe haber algo importante”, dijo Carmen mientras revisaba el mapa que le habían dado en el hotel, “dice que es el hipódromo”.
– Yo no veo caballos. -aseguró Atilio.
– ¿Caballos? ¿Dónde hay caballos? -preguntó Ramiro, que de repente perdió el interés en los gatos.
– No hay caballos, Ramiro, tu padre que es un bruto, Atilio, “era” el hipódromo, hace mil años.
– Ah, entonces deben estar recontra muertos esos caballos. -dedujo Ramiro y prosiguió su búsqueda de gatitos.
– Mirá, ahí está lleno de japoneses, debe ser donde…
– ¿Japoneses? ¿¡Dónde hay japoneses!?
– ¡Basta Ramiro Lampeduzza! -le gritó Carmen mientras lo atajaba de los pelos cuando su hijo ya encaraba resuelto hacia el grupo nipón.
Con su hijo fuertemente agarrado de la mano se acercaron hasta el centro de la plaza y se pararon frente a un obelisco egipcio del 1500 AC, que los romanos trajeron en un bloque entero y a pulso en el siglo IV y lo pusieron ahí, arriba de una base propia, como para dejar en claro que eran los más capangas de todos, bueno, por lo menos hasta la caída del Imperio romano de oriente.
Caminaron unas cuadras más y llegaron a la Mezquita Azul, las mujeres debieron ponerse unas polleras bastas y un tocado sobre la cabeza cubriendo su rostro que les dieron en la puerta, al tiempo que todos dejaron sus zapatos en la entrada reemplazándolos por bolsitas de tela; e ingresaron a la imponente catedral musulmana, casi, casi, como ver La Alhambra viva.
Otras cuadras más y alcanzaron Santa Sofía, donde los tres mil años se sienten en cada uno de sus muros, recubiertos por capas y capas de historia, reflejadas por los murales de mosaicos, a medio quitar reemplazados por cruces geométricas de los iconoclastas, para luego ser tapadas por las estrellas musulmanas del imperio otomano.
Recorrieron cada una de sus galerías y pasillos, las escaleras de piedra apenas sonaban bajo sus pasos, hasta Ramiro, en silencio y mirando todo a su alrededor, logró aplacar su espíritu emprendedor frente a lo que esas paredes transmitían.
Salieron a la calle, respiraron hondo y se lanzaron a lo que quedaba de ese último día que nunca olvidarían.

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