UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Las mesas familiares

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Esto de las redes sociales tiene, como todo en este mundo, sus pro y sus contras. La peor de sus contras, tal vez, sea que, desde su llegada, conocemos cómo piensa cada uno de nuestros contactos-amigos. Y usté dira, caro lector, qué tiene de malo conocer cómo piensa la gente que queremos. Todo tiene de malo, muchísimo tiene de malo, porque, pongamos como ejemplo que usté quiere con devoción a la tía Eduviges, que cuando era chico siempre le traía caramelos cuando venía de visita, y además, era linda y cuando daba besos no lo pinchaba con los pelos de la barba como la tía Clotilde, que a esa no la quería mucho. La cosa es que por la tía Eduviges usté podía llegar a enfrentar a un pelotón de gurkas pasados de merca, porque es buena, linda y piensa… Bah, qué se yo cómo piensa, porque con la tía Eduviges nunca hablamos ni de política, ni de historia, ni siquiera de las noticias. Pero un día, usté inocente le acepta la solicitud de amistad en Facebook porque la quiere más que al pan con dulce de leche y esa misma tarde, sin mediar ni un día, ve que la divina tía Eduviges compartió un meme que reclama la vuelta del servicio militar. Mal ahí, tía, piensa usté, aunque lo justifica analizando que debe haberse equivocado. Al toque, la aburrida señora va y comparte un texto reclamando echar a todos los bolivianos, paraguayos y peruanos de Argentina. Miércoles, usté ya comienza a preocuparse. Está tentado de llamarla, para decirle que seguramente alguien le debe haber robado la cuenta, cuando entre dos fotos de la gatita Charlene que usté tanto conoce le clava una imagen de Marine Le Pen. Al horno con papas. ¿Qué hacemos ahora con todo el amor que le tenemos a la tía Eduviges?
Pero, bueno, que yo no venía a escribir sobre esto, sino que hoy leí en mi muro de Facebook que una amiga mentó al sifón Drago y de repente se me vinieron un montón de recuerdos de esas mesas familiares donde no existían las gaseosas, sólo ese frasco metálico brillante en el centro de la mesa.
Era como un dios pagano entre los ravioles y las servilletas. Infaltable cada mediodía, vaya uno a saber qué ha pasado con todos esos botellones que reinaban en cada almuerzo de nuestra infancia.
Nosotros teníamos un rito, que me imagino se repetía en muchísimas mesas argentinas, el que vaciaba el sifón tenía que levantarse de la mesa, rellenarlo y cargar con esas bombonas verdes de gas comprimido. Entonces uno se apuraba para ser de los primeros en servise un vaso rebosante, no vaya a ser que nos tocara el bendito número de la lotería sodera. Hecho que, demás está decir, anulaba cualquier tipo de caballerosidad y nadie nunca se prestaba a andar ofreciéndole llenarle el vaso a otro comensal; porque no estábamos muy seguros de qué pasaría en el caso de que se acabara la soda justo en ese momento, ¿nos tocaría a nosotros o al destinatario final del líquido y burbujeante elemento? ¿En base a cuál jurisdicción judicial se podría dirimir tamaño conflicto? ¿La Haya tendría ingerencia? Entonces, minga, cada uno a lo suyo.
El tema era cuando ya habían pasado cuatro o cinco vasos por la boquilla negra del Drago, ya era una operación de riesgo cada apretada, entonces uno agarraba y comenzaba a servirse de a chorritos cortos o presionando infinitesimalmente escuchando atentamente la variación de la vibración interna en la botella. Con el tiempo ya nos habíamos perfeccionado tanto en reconocer esas pequeñas alteraciones sonoras que hubiéramos hecho una promisoria carrera si nos hubiéramos dedicado al robo de cajas de caudales. El caso es que esta maniobra estaba prohibida por, ya no la Convención de Ginebra, sino por mandato parental, a decir verdad, más marental que parental. Y si nos agarraban haciéndolo, aunque no hubiera sonado el temible “fsssssss” de final de sifón, igual nos mandaban a la cocina, una especie castigo por infracción de último recurso.
Y así convivíamos en esa mesa del sifón Drago, hasta que uno se cansaba de la tensión reinante y cual kamikase japonés decía: “Mah, sí, hago yo” y de un sifonazo se servía el último resto para pararse decidido y encararle a la nefasta tarea. En mi memoria me gusta creer que era siempre yo el que protagonizaba esa escena, pero algo me dice que mis recuerdos viven mintiendome porque me quieren mucho.

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