Página de cuento 635

Diálogo con el fantasma – Parte 3

Por Carlos Alberto Nacher
cnacher1@hotmail.com

Esta introducción me tranquilizó bastante. Por su acento era obvio que era extranjero, parecía inglés, o galés, y la torpeza y el tono de voz eran como de alguien que hace mucho que no hablaba con algún ser humano (si me puedo denominar así, modestia aparte).
La voz retumbaba en la habitación casi vacía de muebles.
Pasé, me senté, y como para romper el hielo, saqué del bolsillo interior de la campera el atado que tenía de Marlboro Box, le extendí un cigarrillo al hablante, uno para mí y le acerqué el carusita para darle fuego. Una fuerte ráfaga de viento helado penetró por una hendija de la ventana sellada con tablas, pero no apagó al carusita, como era previsible. El recinto se iluminó vagamente cuando le dio la pitada inicial y, para mi sorpresa, el humo se esparció por todos los flancos de la oscuridad bajo el sombrero.
Afuera, el mar anunciaba con su fragancia su presencia cercana, aunque un automóvil, también próximo, intentaba romper de una acelerada la magia del momento. Finalmente, todo era propicio para que el espectro hablara, y así habló:

«Soy un fantasma, lo sé, solamente un fantasma. No le voy a decir que triste y solitario, porque no vine acá a dar lástima; pero sí, a veces la soledad me atrapa al vuelo.
Primo lejano de aquel fantasma de Canterville, que contara hace mucho Oscar Wilde y que cantara no hace mucho un tal Gieco, pero mi nombre ya no recuerdo.
Hace años que ando por acá, desde que vine escondido en la bodega del Vesta, un barco viejo que cruzó el Atlántico hace más de 130 años para dejar aquí, en lo que era un desierto desolado, a un puñado de galeses aventureros, que con sus familias y unos pocos cacharros vinieron a buscar algo que les era negado en su tierra original, quizá una vida mejor para sus hijos, quizá algo de paz, quién sabe lo que los movió a venirse a los confines del mundo en aquellos tiempos. Lo cierto es que yo, que ya no me acuerdo desde cuándo soy un alma en pena que anda vagando de acá para allá con el solo objeto de asustar, de repente me encontré atrapado, encerrado, valga la paradoja, en la inmensidad vacía de esta Patagonia.
Cuando el barco atracó y la gente fue bajando, con el agua fría hasta las rodillas, en ese invierno de 1866 que terminaba, dando lugar a una primavera gloriosa y tan esperada, me deslicé como una nube o una neblina por detrás de los tamariscos de la playa y me fui a refugiar en una de las cuevas de arcilla, allá donde la tierra le arrebata una barda al mar, para que no me vean de día, ya que los fantasmas tenemos totalmente prohibido asustar mientras el sol reina en el cielo.
Ahhh… qué epocas doradas aquellas, ni bien los galeses (mis coterráneos) se comenzaron a asentar en las orillas del río Chubut, allá por Rawson, por Gaiman, por Trelew y luego vuelta a poblar esta playa, empezaron mis correrías a lo largo y a lo ancho de todos los poblados. Era estremecedor saber que las antiguas tradiciones célticas estaban vivas, no solamente en las costumbres de los hombres y en la cultura celosamente guardada hasta hoy por las mujeres galesas, sino también gracias a mí, que tan lejos de los bosques británicos y de los castillos embrujados, valiéndome nada más que de unas pocas matas sedientas y unas breves construcciones de techo bajo, también mantenía viva la leyenda asustando por las noches tanto a niños como a adultos, que luego con la imaginación encendida, tejían historias locas de aparecidos… Qué tiempos de esplendor en donde era amo y señor de la oscuridad y de los miedos inexplicables… Iba de casa en casa, de barraca en barraca, silbando y arrastrando cadenas, saltaba por sorpresa a los vagones del viejo tren que ahora no está más. Pero todo eso terminó.
Aún recuerdo, cuando todavía alimentaba mi ego pegando algún que otro susto por ahí, cuando allá por los sesenta, no hace mucho, pasaba el carnicero en un carro vendiendo carne de vaca por la calle, con un serrucho iba cortando la res arriba del carro a medida que las patronas le pedían.
Cuando tener una radio que pudiera agarrar alguna emisora de Buenos Aires era toda una fortuna, y cuando la gente esperaba agolpada en una librería del centro a que llegara el diario Clarín con tres días de atraso. Cuando la ruta 3 era un zig zag de tierra entre los postes de electricidad, y llegar en auto a Buenos Aires era poco menos que una odisea.
Y aquellas noches estrelladas, de barquitos chicos parados en el golfo, cuando sin televisión que se entrometiera la gente tenía hijos, más hijos sanos y crédulos para «asustar», más nietos para que las abuelas les cuenten cuento de hadas y duendes antes de dormir…

Continuará…

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