UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Los gorriones de mi ventana

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Hace algunos años, cuando mi hija todavía era una niña, más o menos para esta fecha, en unos de esas noches de viento que nuestra Patagonia nos regala sin aviso ni permiso, cayó un pichoncito de gorrión en su balcón. Nos avisó del hecho el furibundo piar detrás de la ventana, fuimos juntos a intentar rescatarlo, pero nuestra impericia y carencia de experiencia sólo consiguió asustarlo, saltó del balcón y cayó al patio. Imposible, en plena noche emprender un nuevo rescate entre las plantas y cachivaches que moraban debajo de la habitación de mi hija, así que con esfuerzo logré calmarla con la promesa de la tarea matutina.
Al día siguiente, ya con ellla en el colegio, me acerqué receloso al patio debajo del balcón, esperando un manchón gris en el piso, pero evidentemente son de algodón, ahí estaba el pichón más ruidoso que un piquete de diciembre, pero, como era de esperar, cuando quise volver a acercarme, huyó en dos patitas, revoleando pplumones y se escondió debajo de unas baldosas sueltas.
Al regreso del colegio, le dije a mi hija, tratando de aquietyar su corazón desbordante, con esas charlas que los padres a veces deben afrontar sin estar nunca preparados, que al fin de cuentas era el bendito ciclo de la vida. Que vamos y venimos, que el sol sale y se pone, que todo tiene un final. Busqué en el fondo del alma mi mejor gesto de comprensión filosófica y agoté el tema.
Al otro día, cuando volví a casa, me senté en el escritorio que tiene la ventana que da al patio. El gorrión dichoso, que parece que no vio la película del rey León, se había empecinado en cuestionar el tema ese del ciclo de la vida y hacía un escándalo mayúsculo en medio del patio de cemento lavado. Me estiré, miré por la ventana y lo ví chillando a los gritos y lo que se agotó en el instante fue esa cara de comprensión filosófica.
Dejé para más tarde los escritos, busqué un mendrugo de pan e intenté darle de comer. Nada, imposible. Mojé en leche las migas, tampoco, es más, cuando quise ponerle la comida en el pico creo que le pegué en un ojo. No parece que lo hiciera muy feliz y volvió a refugiarse en las baldosas.
Le dejé las migas en el piso y volví a mi escritorio, prendí la computadora y traté de abstraerme de la escena de Natual Geographic que se vivía a unos metros de mi ventana. Pero, como era de esperarse, a los pocos minutos comenzó nuevamente el concierto de piar descocido.
Sigo con mi vida, me dije, y comencé a golpear, tal vez con un poco más de violencia de que costumbre las letras de mi sufrido teclado.
Pero, a los pocos minutos, en un pequeño descanso, entre párrafo y párrafo, me di cuenta que imperaba el silencio y volví a espiar por la ventana. Otro gorrión, adulto él, estaba picoteando las migas abandonadas del suelo.
Mientras lo miraba indignado desde el otro lado del vidrio pensé que estos pájaros eran unos avivados, que la naturaleza no sólo era sabía sino bastante cretina y que en ese plan de acontecimientos iba a terminar alimentando a todo el gorrionaje del barrio. Pero, aún detenido en esa escena, ví que ese gorrión garronero, que estaba picoteando las migas del suelo, no las estaba comiendo, las estaba juntando y de entre las baldozas, dando pequeños saltitos en silencio y tranquilo, apareció mi gorroncito, y abriendo el pico, recibió sus migas mojadas en leche de su padre que se las daba en la boca.
Y perdí definitivamente esa mañana, olvidando los escritos y las notas, acercándome con sigilo cada tanto, para renovar la provisión de pan y leche. El gorrión mayor se va volando cuando me acerco, para bajar raudo a mi partida y seguir alimentando a su progenie. Pero, algo había cambiado, al acercarme ya el pichón no huía hacia el cobijo de las baldozas, sino que quieto me miraba casi como si comprendiera.
Hoy mi hija está lejos, estudiando a otros gorriones, yo sigo mirando por mi ventana que da al patio de cemento lavado. Y cada tanto viene un gorrión y se posa en las rejas de la ventana y mira hacia mi escritorio. Y yo lo miro por unos segundos, preguntándome si será nomás, que viene a visitarme, casi como saludandome como un amigo.

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