Página de cuento 639

Verano

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

Entre el bullicio y el color del verano, se me confunden las ideas. Es una suerte que esto ocurra, ya que de las confusiones muchas veces surgen las grandes creaciones. Claro que yo tanto no me confundo, apenas un poco. Apenas me alcanza para olvidarme de lo que tenía que hacer por andar mirando turistas en remera y minifalda. Pero, pensándolo bien, qué bueno que es olvidarse por momentos de algunas cosas.
El otro día me olvidé los lentes de sol en un supermercado. Salí y veía todo demasiado claro; me dije, ¿qué pasa? ¿cómo es que está todo tan claro hoy?… Esto, por supuesto, no era consistente con la habitual confusión que mencioné al principio, por lo que procedí a manotear los lentes. Pero no, en realidad con ese movimiento brusco de la mano solamente logré meterme un dedo en el ojo, el cual afortunadamente fue frenado por instinto casi en el mismo momento del contacto de la yema con la pupila. Entonces, con el ojo medio lloroso, ingresé de nuevo en el supermercado a preguntar por los lentes. Le pregunté a una empleada que andaba acomodando góndolas de acá para allá, y me dijo que no había visto mis lentes, es decir, que no sabía si los había visto porque, al no haberlos visto nunca antes de su extravío, no podía determinar si unos lentes que había visto instantes antes de ahora, apoyados sobre una góndola de productos de limpieza, eran los míos. Así que me fui, sin lentes de sol y viendo todo mucho más claro que de costumbre.
Llegando a mi casa, noté una extraña levedad en las bolsas de elementos comprados: eran casi imperceptibles. Y eso que dichos productos incluían dos kilos de polenta de cocción inmediata (de un minuto a un minuto y medio) y un paquete de 500 gramos de fideos tirabuzón, además de una botella completa de un conocido aperitivo que se consume con soda, hielo y limón. Entonces me di cuenta que me había olvidado las bolsas, junto con los lentes. Metí la mano en el bolsillo y me percaté de que todavía tenía la plata con la que había salido de casa, por lo que también me había olvidado de pagar. Qué raro que nadie me dijo nada ni sonó el detector de la salida, extraño dispositivo que nunca supe cómo hace para darse cuenta que tengo un dentífrico en el bolsillo, y cómo no se da cuenta que también tengo un cepillo de dientes que llevo conmigo a todas partes.
Volví al supermercado una vez más, dispuesto a solucionar todos estos inconvenientes de una vez por todas. Entré y todavía estaban mis dos bolsas de compras a un costado de las cajas. Las pude reconocer de inmediato porque de una de ellas sobresalía un Gancia. Y ese Gancia era mío, me llamaba desesperado desde su envase estándar tradicional de 950 cc. Me decía «Soy yo, soy yo, no me dejes… Tomame… Tomame…».
Me dio tanta lástima que me lo tuve que traer conmigo. Volví a hacer la cola en la caja 3, cuando de repente una voz irrumpió desde todas partes, era una voz femenina lanzada al éter finito del local. Decía «Se han encontrado unos lentes de sol en las góndolas de artículos de limpieza, rogamos a su propietario pasar por la caja 5 a retirarlo». Yo estaba en la 3, pero no podía detenerme por eso. De un ágil movimiento salté la caja 3, luego la 4 y llegué a la 5. Tuve que hacer cola, delante de mi había un señor que decía haber perdido dichos lentes. Menos mal que no era así, porque cuando se los probó no le entraban, le quedaban chicos. Es decir, o los anteojos le quedaban chicos o la cara le quedaba grande, pero de una forma u otra, igual no había caso. Luego de varios intentos, el ojoso desistió. Entonces me tocaba a mí. Me los probé y claro, me calzaban perfecto, aunque la empleada no me creía que fueran míos.
«Por supuesto que son míos», dije, «Fíjese: tiene exactamente dos vidrios y yo tengo dos ojos, tiene dos patillas y yo tengo dos orejas, tiene una muesca en el medio para una sola nariz y yo tengo una sola. ¿Acaso esto es pura coincidencia?». Con esto la empleada se convenció y me los dio. Así que volví a mi lugar de la caja 3. Pero ya estaba ocupado por una señora con el carrito rebosante de conservas.
Esperé, esperé y esperé. Con los lentes puestos. Hoy en día los supermercados están muy brillosos.
El Gancia descansaba tranquilo junto a mi, estaba como dormido.
Cuando me tocó el turno, pagué, pagué y pagué. La chicharra del detector de pequeños hurtos no se activó esta vez. Salí a la calle. Caminé, miré a las turistas en remera y minifalda, oculto tras el oscuro y sutil velo de mis lentes de sol.
Volví a casa, contento de volver a confundir el final del mar con el horizonte azul de un día despejado.

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