HISTORIAS CURIOSAS PARA CONTAR EN DÍAS DE LLUVIA

Entre perros y quesos

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Uno de los eventos más comunes, si tenemos una vida aceptablemente social, es participar de una picada con amigos. Y si tenemos suerte pueden pasar dos cosas, una, que la picada sea un poco más abundante que papas fritas y maní y otra que a la mesa esté sentada alguna señorita solitaria y con la posibilidad de ser abordada por caballeros como nosotros.
Empezando por el primer punto, convengamos que la picada en cuestión supera con creces nuestras aspiraciones mundanas y la misma contiene, además de los consabidos papas fritas, maníes, algunos palitos y aceitunas, diversos tipos de fiambres y varias especies de quesos diferentes. El sumum de cualquier sibarita como uno.
Pasando al punto dos esa morocha de tan amplios ojos verdes como escote parece no estar mal acompañada por ningún personaje que debamos aniquilar detrás de las cortinas.
Comprobadas estas dos condiciones podemos aplicar el plan maestro de la seducción en clave de queso. Después de rodear la mesa conveniente y silenciosamente, como quien no quiere la cosa, nos sentaremos a su lado, y acercándole un cuadradito de provolone comentémosle que, a pesar de ser una comida de reyes, el origen del queso no es tan glamoroso como podríamos pensar.
Cuenta la leyenda, diga en tono confidente, que los primeros en fabricar este alimento celestial fueron, obviamente, los habitantes de Medio Oriente -¿qué no proviene de esas tierras?, sonría ganador- hace más de 4.000 años. Pero el descubrimiento en sí se le atribuye a un desconocido nómada que, viajando por aquellos eternos desiertos, llenó de leche sus bolsas de cuero y las colgó de la grupa de su camello. Luego de varias horas de sol y de bamboleo, cuando fue a tomar un trago para saciar su sed y al mismo tiempo calmar el rugido del estómago, descubrió que la leche se le había convertido en una masa blanquecina y semisólida. El calor, la misma bolsa de cuero y el movimiento fueron –y son- los ingredientes básicos que se necesitaron para convertir la carga en queso.
Estudie el semblante de su interlocutora, si la historia, tan llena ella de cuero, camellos y leche rancia le ha dado arcadas, cambie urgente de tema, si al contrario sonríe divertida agregue que los romanos también se transformaron en experimentados productores, muchos de ellos llegaron a tener cuartos especiales en sus casas dedicados exclusivamente a su fabricación.
Pinche un criollo y después de invitar a la señorita señale el brie con admiración, diciéndole que si bien el queso azul es sin lugar a dudas su preferido, es en el brie donde recae la verdadera magia de un buen queso; porque en su misma existencia guarda el sabor de las mejores creaciones culinarias con el amor más grande de la historia. Le anticipo, fiel lector, que si ha llegado a este punto y de ahí en adelante hace bien las cosas, no para hasta el Registro Civil.
Existe una raza de perros de pastoreo conocida como Briard, que tienen como una de sus mayores atributos su proverbial fidelidad, algunos aseguran que fue la raza preferida de Carlomagno y Napoleón. También cuentan los que saben que son originarios de la provincia francesa del Brie y que siempre estuvieron a cargo de cuidar a los rebaños que luego le darían origen al citado, y delicioso, queso.
De ahí también derivó el nombre definitivo de estos simpáticos perrunos como “berger de Brie” o “perro de Brie”.
Pero abandonemos los fríos datos de los historiadores, dígale a la beldad a su lado, que la historia que nos interesa comienza en el año 1370, cuando un fabricante de quesos de Brie, de nombre Aubrey Montdidler, se enamoró perdidamente de una grácil doncella llamada Lucrecia D´lsey. Todo hubiera sido una romántica historia de amor si no se hubiera inmiscuido un tercero en discordia, quien haciendo gala de un espíritu tempranamente shakesperiano, emboscó al bueno de Aubrey, dándole rápida muerte y enterrándolo a las afueras del pueblo. El asesino, de nombre Richard Macaire, no se preocupó por la presencia en la escena del crimen del peludo amigo de Aubrey, que fue el único testigo de todo lo ocurrido. Pero la cosa es que el perrito, en vez de lamentar la pérdida de su amo, llorando por los rincones, lo que hizo fue comenzar a seguir incansablemente a Macaire, gruñéndole y tirándole tarascones en cada oportunidad que lo tenía a tiro.
Fue tan pertinaz el perrito que muchos vecinos, al percatarse de la falta de Montdidler y que su mascota la hubiera emprendido salvajemente contra Macaire, sumaron dos más dos y un día siguieron al perro, que todas las noches partía hacia la campiña. Y así fue como el fiel can los guió hasta la tumba donde Macaire había enterrado los restos de su amo en medio del bosque.
Obviamente todas las sospechas cayeron sobre el malvado de Richard Macaire, quien finalmente fue declarado culpable del homicidio de Montdidler, pero la mayor sorpresa del juicio fue la inusual sentencia a que fue condenado el acusado.
Acá haga un silencio teatral, disfrute de la expectante mirada de su futura esposa y continúe firme, lento, pero firme. En un alarde de creatividad y de congeniar la justicia divina con la humana, el jurado sentenció que Richard Macaire debería enfrentarse en mortal combate con el perro de Aubrey. De más está decir que el perrito bueno, frente al asesino de su amigo se transformó en una especie de bestia feroz que dio rápida cuenta del fallo judicial.
Así que ya sabe, fiel y sibarita lector, cuando esté disfrutando de una buena mesa de quesos y vaya a escoger ese pedacito de queso brie para acompañar con un buen tinto de la zona brinde en nombre de Aubrey, que se ganó el amor de su perro hasta el fin de los días.
Ah… Y no se olvide de invitarme al casorio, no sea agreta.

Nota del autor: Información recogida de las páginas http://www.planetacurioso.com y http://blog.templura.com

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