Por Javier Arias
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Carmen y Atilio Lampeduzza cumplen 25 años de casados y el sueño de Carmen fue siempre festejar sus Bodas de Plata en París, y están en el Viejo Continente, pero esta vez solos, Albina y Ramiro se quedaron en la casa de los abuelos en Buenos Aires. Y llegó el día del Louvre…

No iban a viajar a París y no iban a visitar el Museo del Louvre. A la noche anterior ya habían hecho los planes.
– Mirá, Ati, mañana tenemos entradas para el museo del Louvre.
– El de la pirámide de vidrio esa que le pasamos como quince veces por al lado estos días…
– Exacto, Ati, y donde está la Mona lisa, entre otras cosas. El tema es que va a ver mucha gente, particularmente para ver la Gioconda.
– Aja…
– Mucha gente, y cuando digo mucha gente digo mucha gente, especialmente turistas japoneses.
– Malditos turistas japoneses.
– Bueno, sí, pero tengo un plan. Mirá, tenemos entradas para las 9 de la mañana, que es el primer turno de entrada. Vamos bien temprano, ponele a las 8 y media…
– Sí…
– Cuando entramos, no vamos por el acceso principal.
– ¿No?
– No, doblamos a la derecha, mirá este mapa, ¿ves?, subimos por esta escalera al sector Denon, después subimos por acá, después agarramos esta escalera de la Victoria de Samotracia…
– ¿La victoria de samoqué?
– No importa ahora, después cruzamos por estos salones, y después por estos otros y si doblamos a la derecha en esta puerta entramos al salón de la Gionconda, y si tenemos suerte seguro no hay mucha gente.
– Carmen…
– ¿Qué?
– Recordame buscarte cuando llame Sundance Kid.
Desayunaron en la boulangerie, que creo que ya dejamos asentado es panadería en francés, y a las 8:30 llegaban a la gran pirámide de cristal.
– ¡Pero a qué hora se levanta esta gente!
La cola de turistas japoneses era realmente notable.
Ni bien abrieron las puertas se atuvieron al detallado plan de Carmen, esquivaron la primera legión asiática que se dirigía a los guardarropas, eludieron a la segunda columna amarilla doblando hacia el sector Denon, subieron escaleras, ignoraron esculturas y pinturas y finalmente entraron por la puerta de la derecha al enorme salón de la Gioconda.
Y ahí estaba la magnífica obra de Leonardo Da Vinci. Sola. Completamente sola, el gigantezco espacio estaba vacío y en silencio, caminaron casi a tropicones incrédulos y se pararon frente al cristal a prueba de balas, en una soledad absoluta frente a una de las obras más importantes de toda la historia del arte de la humanidad. Se abrazaron y ahí se quedaron, en silencio, durante mucho, mucho tiempo.
Cuando finalmente se sintieron plenos, y ya los codazos de los recién llegados se hicieron imposibles de ignorar, volvieron sobre sus pasos y admiraron esa otra muestra del genio humano que es la Victoria de Samotracia y unos pisos más abajo Atilio le fue por primera vez infiel a su esposa al enamorarse perdidamente de la Venus del Milo.
El sector egipcio estaba cerrado, pasearon por el ala oriental, evitaron voluntariamente todo el arte francés y salieron, pasado el mediodía, a almorzar en el Café de la Comedia, donde la Angelique les sirvió las tartas más ricas de París.
Debían preparar las valijas para la partida de mañana, así que volvieron al departamento, más tarde compraron en el maldito Monoprix de enfrente unos cuántos quesos, unas baguettes y una Leffe y salieron hacia La Bastilla, pero llovía, así que apenas miraron la pequeña plazoleta desde debajo de una parada de colectivos, cruzaron hasta la nueva ópera y se tomaron el subte hacia los Campos Eliseos, justo enfrente del Grand Palais.
La lluvia ya había escampado y se sentaron en un banco de una plaza para disfrutar de la última cena parisina, despidiéndose de las enormes y descaradas ratas del cantero de enfrente.
Luego, mirando las inalcanzables vidrieras de Vuitton y Cartier, caminaron hasta el Arco del Triunfo, subieron los 300 escalones hasta su terraza y se extasiaron con una de las mejores vistas de la ciudad, mejor que la de la torre Eiffel porque justamente está la torre en ella, mientras atardecía sobre la capital de Francia.