ANIVERSARIO EN PARIS - DÍA 16

Siete ciudades en un día, imposible

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Carmen y Atilio Lampeduzza cumplen 25 años de casados y el sueño de Carmen fue siempre festejar sus Bodas de Plata en París, y están en el Viejo Continente, pero esta vez solos, Albina y Ramiro se quedaron en la casa de los abuelos en Buenos Aires. Ya pasaron una semana en París, dos días en Bélgica, dos en Ámsterdam y ahora están en Rotterdam.

Bueno, parecía que el dolor de cabeza de anoche ya había pasado, la comandante del sur estaba abriendo impiadosamente las cortinas, ignorando olímpicamente los reclamos de Atilio.
– Dale, arriba, Ati, que hoy es el último día entero que tenemos en Europa y tenemos que recorrer siete ciudades.
– ¿Siete ciudades, Carmen? Imposible.
En un esfuerzo notable para desmentir tamaña aseveración, Carmen, a fuerza de sutiles y no tan sutiles empujones logró que a las 9 ya estuvieran caminando por la vecina Delft, uno de los puntos de Holanda que todo el mundo les había recomendado, la cuna de la porcelana azul de Holanda. Eso sí, a las 9 de la mañana estaba todo cerrado, así que desayunaron y salieron para Aarkman.
– Carmen, no quisiera, a esta altura, criticar tu cronograma, pero esta Arcamán…
– Aarkman…
– Sí, bueno, esta ciudad, queda al norte, más cerca de Ámsterdam que de Rotterdam, ¿no hubiera sido más lógico…?
– No, Atilio, porque el mercado de quesos, que es a donde vamos, sólo se hace los viernes, y hoy es vienes.
– ¿Mercado de quesos? No se hable más, ¿cuántos días hay que manejar?
A las 11 dejaron el coche en un estacionamiento y llegaron justito para la demostración, en la plaza central del pueblo, de cómo en la antigüedad los productores de quesos llegaban con sus carros al mercado y trasladaban las grandes hormas a pulso hasta las balanzas del edificio.
– Hermoso y pintoresco espectáculo, Carmen, pero mirá esa rubia pechugona.
– Atilio, dejá de mirar holandesas tetonas, te pido por favor.
– No, no, en serio, mirala, vende quesos, muchos, y baratos.
Así que aprovisionados pantagruélicamente de quesos varios siguieron caminando por Aarkman, hasta la catedral, donde estaban presentando un concierto de música medieval en los antiguos órganos. Se quedaron un buen rato adormilados con las cadenciosas melodías, sentados en una de las gradas. Atilio tenía la bolsa de quesos recién comprados y, a esa altura, el desayuno en los talones. Lo más disimulado que pudo, metió la mano y mientras escuchaba al organista medieval le entró a la horma como Pedro de Heidi. Al segundo intento, sintió una mano en su hombro, el señor de seguridad holandés no parecía muy contento, ni en ese momento, ni cuando los escoltó hasta la salida.
– Me parece que no se podía comer queso adentro de la iglesia, Carmen.
– No, parece que no –y cuando Atilio esperaba el reclamo airado de su mujercita, ella agregó- Pero mejor, estamos cortos de tiempo.
Así que dando cuenta del queso de la holandesa pechugona fueron a por el auto y salieron hacia Haarlem.
– ¿Haarlem?
– Sí, Atilio, ¿vas a hacer algún chiste sobre el básquet o Nueva York?
– No se me ocurriría nunca –le respondió su esposo y apretó los labios.
Pero de Haarlem apenas conocieron unas calles desde el coche, no había nada que Carmen tuviera anotado y tampoco nada les llamó la atención. De ahí hacia Lisse, famosa en Holanda por sus campos de tulipanes, desilusionados de Haarlem entraron en la pequeña ciudad buscando los coloridos de las fotos de postales, pero era fines de mayo, no quedaba ni un solo tulipán en pie.
– Bueno, de las siete, dos fueron un fiasco, Carmen, ¿qué nos queda? Hay que remontar la jornada.
– Leiden, unos kilómetros más allá, y después La Haya.
Leiden no defraudó, lindo y bucólico pueblo holandés y La Haya, Den Haag en neerlandés, fue una verdadera sorpresa. No daban ni cinco guitas por La Haya, Carmen la había anotado solamente por todas las historias que había leído sobre la Corte Penal Internacional, si hubiera estado Ginebra cerca, también la hubiera puesto, pero Ginebra es Suiza, y no, no quedaba cerca.
Dejaron el coche y caminaron hacia el centro histórico, donde los edificios, los colores, y ese aroma cosmopolita los embargó como en pocos lugares de ese viaje.
– Vayamos a comer unas bitterballen…
– ¿Unas qué?
– Es una entrada tradicional holandesa.
– ¿Hay cerveza?
– ¿Dónde no hay cerveza en Holanda, Atilio?
– Entonces vamos, tomamos unas cervezas y pedimos también esas bullterrier.
– Bitterballen.
– Esas, con cerveza.
Así que se sentaron frente al palacio a comer esas bitterballen, que no eran otra cosa que bolitas de carne fritas, que al final a Atilio no le gustaron ni miércoles, pero por suerte, había cerveza; y finalmente volvieron a cenar a Delft, a ver si encontraban algún negocio abierto a esa hora.
Después de dar mil vueltas por Delft buscando un lugar para estacionar, se encontraron a todo el pueblo en la calle, al parecer habían pasado cuatro días de competencias estudiantiles y ese era el último con la entrega de premios y festejos.
– No creo que este sea el Delft que todo el mundo nos había dicho, Carmen –le gritó al oído Atilio mientras pasaba un alegre contingente de holandeses medio borrachos tocando trombas y trombones.
– No deja de tener su encanto, ¿no? –le respondió Carmen, mientras se pegaba a la pared de uno de los mil quinientos negocios de porcelanas azules para dejar paso a una multitudinaria columna de chicos y grandes repartiendo flores a diestra y siniestra.
Salieron del centro, un poco por voluntad propia y otro tanto arrastrados por la marejada humana, sorpresivamente compacta en un pueblo tan pequeño, y encontraron una plaza rodeada de bares y restaurantes donde cenaron unas costillitas de cerdo regadas con una, lógicamente, deliciosa cerveza y se volvieron al hotel. Que mañana sería la despedida de Holanda, de Francia y de Europa, todo de un tirón.

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