Página de cuento 676

Ciudad Yogur – Una historia de amor, de locura y de leche Parte X: Farmacéutico

Por Carlos Alberto Nacher
cnacher1@hotmail.com www.nacher.com.ar

A las cinco de la tarde llegué a las puertas de la prisión Jamón. La situación se tornaba extremadamente complicada y sabía que estaba entrando en una vorágine vertiginosa que me ponía cada vez más en peligro.
Mientras escapábamos en el auto con Loly y Marlene, en medio de la furia de la velocidad pude pensar claramente. Me di cuenta que algo raro me estaba sucediendo, algo contra lo que había combatido toda mi vida se estaba apoderando de mi mente. Era una locura, en esta comunidad dominada por la eliminación total de los sentimientos, enamorarse de una mujer. Sin embargo, estaba excediendo por completo los límites de la transgresión, estaba transgrediendo a la misma transgresión. Me era imposible tolerar todo esto solo. Saqué de la guantera una petaca que tenía escondida, con leche descremada y esencia de vainilla y me la tomé de un solo trago. Marlene, quien ya me conocía desde hace mucho tiempo atrás, en tiempos que no viene al caso relatar ahora, sabía de mi adicción irracional a la esencia de vainilla, y sabía que esa sustancia tarde o temprano iba a terminar con mi vida. Entonces hizo un ademán como queriendo detener mi ingesta, pero se detuvo dejando quietas las manos esposadas en el aire. La soledad obligatoria y la abolición de todo tipo de sentimientos eran leyes estatales que en esencia tenían su lógica, pero como me había dicho Marlene aquella vez, no se podían decretar leyes que atentaran contra la condición humana sin esperar que algunos no las respeten. Y aquello, sumado a que Ciudad Yogur era el epicentro del contrabando y tráfico de lácteos en el país, me llevó a la adicción irremediablemente.
Al margen de esto, o quizá por efectos de tantos carbohidratos consumidos sin control, me sentía enamorado de Loly, a quien recién había conocido hacía menos de una hora. Este apasionamiento repentino por ella no mermaba en absoluto mi profundo amor por Gladys, mi esposa asiática que había alquilado cerca del mediodía. De todas maneras, ambos sentimientos no iban en desmedro de una incipiente inclinación romántica hacia Marlene, sentada en el auto a mi lado en aquel momento, despeinada, sucia de transpiración, con la pintura de las pestañas corridas y el rouge de los labios que se derramaba hacia el mentón.
Llegando a Villa Lasagna, mi barrio, para no levantar sospechas estacioné a unas cuadras de mi edificio, en la cortada García, justo enfrente del taller de operaciones de hemorroides en seco. Al lado había un drugstore donde aproveché para comprar unos eléctricos sin filtro y cuatro botellones de leche larga vida, una lata de Nestum, un queso crema, un queso cottage y un pote de dos kilos de dulce de leche. Iba a ser una noche larga y necesitaba provisiones.
Mientras, las dos mujeres esperaban en el auto (que cerré con llave desde afuera y apliqué la traba universal anti-salida-de-interiores). Aún no se reponían de la sorpresa de este cambio brusco e inesperado en sus destinos.
Otra vez, en el drugstore, se escuchaba la radio a todo volumen. Me resultaba increíble e insoportable a la vez, notar de qué manera la gente festejaba esa porquería polifónica, esa música asquerosa que decían tocar los “Crawford Lane y Los Olesorete”, el conjunto musical de moda. Claro, pensé, esto le hace perder el equilibrio a cualquiera, sin embargo el farmacéutico parecía extasiado con la música, pero esto no le quitó su atención y sospecha hacia mi pedido, en principio exagerado.
“¿Seguro que es para uso personal?” preguntó mientras bajaba el dulce de leche del escaparate.
“Sí, lo que pasa es que me voy de viaje y quiero llevarme algunos tentempiés, por las dudas, mejor que sobre y no que falte, más vale prevenir que curar, no por mucho madrugar se amanece más temprano, ¿vió?”
El farmacéutico pareció comprender y aceptar mis explicaciones y sin más rodeos preparó el pedido. Al parecer, a pesar de mi contestación absurda, el estado de trance en que se encontraba el dependiente de la farmacia escuchando a los Olesorete me había ayudado. Al menos para algo servía ese chingui chingui infame que retumbaba en todo el local.
Rápidamente puse todo en una bolsa y salí.
Aún en el auto, tras los vidrios empañados (estaba oscureciendo y el frío del día se acentuaba aún más a esta hora del atardecer) Loly y Marlene eran como dos muñecas japonesas hechas con papel maché, tan frágiles pero tan resistentes se las veía.
Definitivamente, estaba enamorado de las dos. Y de Gladys también.

Continuará…

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