Página de cuento 677

Ciudad Yogur – Una historia de amor, de locura y de leche Parte XI: Marlene

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com www.nacher.com.ar

Llegamos caminando a la puerta de mi edificio. En el escalón de entrada había un muerto entorpeciendo el paso, como ya era habitual. “Frunk se va a enfurecer” pensé mientras lo arrastraba a la vereda de un pie, para poder pasar. Entramos los tres al departamento, dejé las provisiones y enseguida tomé el diario. Las noticias ya habían cambiado, y en primera plana aparecía el altercado reciente en la prisión Panqueque. Leí una y otra vez, y me tranquilizó saber que no tenían un conocimiento cabal de lo ocurrido. “La voz del saber” era un pasquín oficialista, pero a la vez era muy objetivo y no hacían amarillismo, decían las cosas tal cual las recibían, no estaban capacitados para imaginar nada que no fuera lo real y tangible, y en este caso pensaban de que se había tratado de un intento de fuga y no había ninguna referencia acerca de mi ni de Marlene.
Mi esposa Gladys apareció por detrás de las cortinas del dormitorio. Primero miró asombrada, pero luego, haciendo gala de su oriental sentido del silencio, apenas saludó a Loly y Marlene.
“Hola querida. Te presento a Loly, recepcionista de la prisión Panqueque, y a Marlene, convicta prófuga. Se quedarán con nosotros por un tiempo. Gladys: Marlene y Loly, Marlene y Loly: Gladys”
“Buenas tardes” dijo Gladys, “En principio me asusté porque pensé que habías alquilado dos esposas más, y sabes que eso está totalmente prohibido. Y sabiendo de tu estado actual algo desequilibrado, pensé que eras capaz de hacerlo y provocar una tragedia en nuestro hogar. Pero tratándose de dos civiles que están aquí por su propia voluntad, bienvenidas sean. ¿Quieren tomar una taza de Tody, o prefieren una crema batida de vainilla y cerezas a la crema?”
Marlene, aún esposada, se sentó en el sillón, presa de un cansancio ominoso.
“En realidad, señora Gladys, no estamos acá por nuestra propia voluntad, hemos sido traídas por la fuerza. Pero nuestra voluntad, al parecer, o al menos en lo que se refiere la mía, se puede torcer fácilmente, ya que en este momento, creo que de haber sabido de su hospitalidad y respeto hace un rato, hubiera querido venir aquí por mi propia voluntad. Una crema batida por favor, si es tan amable.”
Loly, que no me quitaba la vista de encima, todavía algo furiosa, se sentó y encendió el televisor. “Para mi un Tody, y sepa señora Gladys que no puedo salir de mi asombro. Este hombre, su esposo, ha cometido un grave delito conmigo, si hasta me da vergüenza decirlo, pero no puedo evitarlo ya que se trata de una aberración: me ha declarado su amor. Es vergonzoso, lo sé, pero más aún: es inaudito.”
“Comprendo” dijo Gladys. “La entiendo perfectamente, con decirle que a mi me alquiló y me dijo lo mismo, aunque luego se retractó. Señorita Loly, en defensa de Albert, debe usted saber que muchas veces es presa de desvaríos, pero es una buena persona. Se lo digo con sinceridad, es una buena persona y jamás se atrevería a querer a nadie. No sé, quizá se trate de algún complejo de su infancia, algún Edipo, algún resabio de un complejo de Antígona, o alguien que le haya hecho el daño moral e irreversible de quererlo en el pasado. Pero creo que eso será pasajero, seguramente muy pronto será el Albert que todos conocemos, el Albert que no quiere a nadie, el Albert que no es querido por nadie, el Albert que llevará una vida tal y como lo establece el sagrado Código Civil y Subcivil de la Nación y el estatuto municipal de Ciudad Yogur. No nos preocupemos tanto y dejemos que todo fluya, que todo siga su cauce normal.”
Yo me había ido a la cocina, estaba preparando la cena, unos omelettes de harina cuatro ceros, ocho huevos (incluyendo yema y clara), leche, clavo de olor, aceite de oliva, cilantro, rúcula y unas ramitas de perejil. El aceite hervía en el wok con un sonido como de lluvia sobre un techo de chapas, y aquel sonido mezclado con el que provenía del 2J (Doña Bromura estaba tomando clases de canto), no me dejó escuchar la continuación de la charla de las mujeres en el living. Seguían hablando de mi, lo cual afectaba el cumplimiento del inciso 234.c del código: “en reuniones de mujeres, está prohibido hablar del marido de alguna de ellas por un lapso superior a los dos minutos.”
Ellas, tan respetuosas de las normas, las estaban eludiendo. ¡Cómo las amaba a las dos, a Loly y a Gladys! En eso, Marlene entró a la cocina, se apoyó en el mármol con las dos manos esposadas. Me acerqué a ella lentamente, la tomé de la cintura y le dije: “Marlene, te amo.”

Continuará…

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