CUENTO DE MIÉRCOLES: EQUÍVOCOS I

Si no se apuraba iba

a llegar tarde. Sabía que Lorena le iba a reclamar todo el día si la dejaba esperando más de un cigarrillo. Lorena era una puntual compulsiva, casi bordeando lo patológico. Abrió la canilla del agua fría, luego la caliente, nunca entendió bien por qué demoraba tanto en calentarse el agua de la ducha, en el lavatorio siempre era más rápido, y sólo había un metro de distancia. Cosas de la hidráulica que seguramente alguien le había enseñado en la secundaria mientras él miraba distraído por la ventana hacia la avenida tan llena de colectivos. Se apoyó en la pared y contó hasta diez, hasta veinte, hasta treinta y el agua seguía tibia. Lorena debía estar llegando a esa esquina donde dentro de un rato se llenaría de colillas neuróticas e implacables.
Alargó el brazo y comprobó que el hado de las aguas había despertado y puesto en funcionamiento esa extraña y desconocida caldera que seguramente habitaba entre la ducha y la pileta de manos. Reguló un poco la canilla izquierda, se terminó de sacar la ropa y la arrojó al cesto en la otra punta del baño. Justo cuando ya tenía la pierna derecha bajo el agua y giraba la cara hacia la ducha vio con el rabillo del ojo un movimiento, algo que no cuadraba, algo que estaba mal.
Con el pie debajo del agua y medio cuerpo salpicado miró de nuevo hacia la puerta abierta. El pasillo, desierto como el resto de la casa, le devolvió un eco silencioso e inocente. Pero igual algo estaba mal. Un rayo perezoso de sol pegaba en el piso de madera oscura justo frente a la puerta del baño. Nunca supo cuánto tiempo estuvo inmovil, mirando ese pequeño pedazo de sol encabritado sobre la madera. No debió ser mucho, de hecho nunca terminó de empañarse el espejo gigante frente al mármol de la mesada.
Aguzó el oído y nada. De repente el mundo había desaparecido. Había desaparecido Lorena con su insoportable puntualidad, con sus manos suaves pero siempre hediondas a tabaco. Había desaparecido la calle y sus pasos y sus ruidos y sus árboles. Habían desaparecido los pájaros, las gaviotas y los ratones. Había desaparecido todo salvo ese pedacito de mundo enmarcado en el vano de la puerta del baño, sólo él y ese reflejo de luz matinal en el piso de madera oscura. Pero algo estaba mal.
Cuando por fin se deshizo el embrujo y el mundo volvió a girar y tomó nota de que tenía que apurarse si no quería que Lorena le limara, literalmente, el cerebro; justo en ese momento, un instante antes de entrar completamente a la ducha vio la sombra. Una sombra que cruzó de golpe el reflejo sobre la madera oscura. Luego todo volvió a ser normal, pero la sombra había estado ahí, estaba seguro.
Levantó lentamente el pie húmedo, quedó en un extraño éxtasis de incomprensión, de indecisión, de purgatorio. Y la sombra volvió a cruzarse, ya no había dudas, no estaba solo. Y saltó hacia la puerta. Nunca pensó realmente qué iba a hacer, cómo iba a reaccionar frente al dueño de esa sombra, pero no pudo quedarse más quieto, no pudo esperar más. Saltó hacia la puerta. Y casi la alcanzó.
Alargó el brazo hacia la pared, tenía que ver quién invadía su casa, quién quería dormir en su cama, quien quería comer en su plato. El pie húmedo resbaló silencioso sobre la porcelana del piso gris. La mano casi alcanzó la pared, pero no, el espejo de repente se transformó en un enloquecido carrusel de luces y colores, pared, piso, bañera, techo, pared, piso, techo, bañera y la frente se hizo añicos contra el borde suave del inodoro. Su cuerpo se acomodó como pudo sobre el piso vestido de rocío. La sangre, con un pequeño hilo carmesí alcanzó con un gotear la rejilla. Lorena prendió su segundo cigarrillo y empezó a putear en silencio. La cortina volvió a girar, casi sin ganas, sobre la ventana y la sombra volvió por un segundo a abrigar el reflejo sobre la madera oscura.

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