Página de cuento 682

Ciudad Yogur – Una historia de amor, de locura y de leche Parte XVI

Por Carlos Alberto Nacher
cnacher1@hotmail.com www.nacher.com.ar

Acampamos en un recinto de paredes de roca muy filosa, como si hubiera sido cortada con herramientas de mano. Se trataba de una roca oscura, húmeda, caliente, empapada de una baba gelatinosa que resbalaba por las salientes.
Contra la pared una mujer amamantaba y acariciaba un bebé de meses, y unos chicos jugaban al gallo ciego con un hombre mayor, que los corría con los vendados, y cuando atrapaba a alguno (que generalmente se dejaba agarrar) lo levantaba en el aire, lo arrojaba hacia arriba, lo agarraba y le daba besos, entre las risas de los niños.
Se podían ver a varias parejas caminar abrazadas entre los pasillos inmundos inundados de agua cloacal, pero no parecía importarles, cada uno estaba absorto y obnubilado por la cercanía y el amor por el otro. Los viejos eran respetados y queridos al mismo tiempo.
Era un mundo extraño, de personas extrañas y dementes. La mugre y el amor se amalgamaban en una sola cosa material-espiritual, en una sola y repugnante sensación.
Teté los miraba, un poco con asombro, un poco con sorpresa, pero quizá, y esto es una apreciación exclusivamente mía y muy subjetiva, con la intención de querer comprender y justificar esa negación de la realidad que hacían estos seres, solamente en nombre de una supuesta libertad de la supuesta naturalidad de aquellos sentimientos. Yo la miraba, miraba su perfil sombreado, y me enamoraba de ella cada vez más.
En medio de la pared de piedra había una puerta oxidada, y detrás de ella se escuchaba un griterío ensordecedor que apenas era opacado por una música horrible. Si en algo se parecía aquel submundo inferior, sucio, asqueroso y lleno de sentimientos de amor que evidentemente se daban y compartían sus sucios habitantes, al mundo de arriba, claro, soleado, limpio de suciedades y sentimientos, llenos de razón, era en que ambos bandos, si pudiéramos llamarlos así, escuchaban una música de porquería. Rataplanes intolerables se confundían con unas cornetas agudísimas que las timaban el oído y provocaban un dolor similar al de una inyección de anestesia en una encía infectada.
Pero, por la secuencia armónica del bajo, pude detectar que no era la característica de los “Cawford Lane y Los Olesorete” sino que se trataba de otro conjunto post-popero con reminiscencias rítmicas lituano-estonianas que se hacían llamar “Explosión de Pus Amarilla”.
No había nada que hacer, ni siquiera en este sórdido submundo se podía escuchar algo como la gente. Sin embargo, los jóvenes allí reunidos bailaban como enajenados, como presas de un frenesí colectivo, y la felicidad y el climax producido por la música se reflejaban en sus estertores y movimientos epilépticos. A mi, por el contrario, me daba náuseas, me daba arcadas semejante engendro musical amorfo.
“Tengo sed” dije, y saqué mi petaca con esencia de vainilla y leche.
“Aquí no tomamos leche” me dijo el encapuchado quitándome con fuerza la petaca de mis manos.
Rápidamente abracé a Teté, que en principio me rehusaba pero luego no se mostraba tan incómoda. Me acerqué a ella aún más. “Te agradezco por salvarnos, amigo mío, pero este no es nuestro mundo. Nuestro mundo es blanco como la leche e inocuo, y todo lo que nos sobra, toda la basura, la desechamos, la arrojamos a los pozos. Y no refiero solo a la basura orgánica, a los excrementos, sino a toda esa otra basura, aún más dañina, que son los residuos sentimentales del ser humano, los deshechos de los cuales el hombre en su estado natural no puede desprenderse y de los que nosotros, una sociedad civilizada en el pináculo del refinamiento y de la inteligencia, hemos logrado: eliminar la duda, la oscura duda eterna que representa el amor.
En cambio, el mundo de ustedes es oscuro y se alimenta de nuestros residuos, viven llenos de amor y residuos cloacales, y lo peor de todo: son felices o aparentan serlo.”
“No puedo retenerte aquí, pero sabes muy bien que allá arriba te ejecutarán, porque estás contaminado con nuestro virus. De ahora en más, vivirás huyendo. Salgan por allá. Adiós.”
Tomé a Teté del brazo, corrimos en la oscuridad. Tenía mucha sed y estaba muy cansado. A lo lejos, apareció una luz y una puerta. Otra vez, música y murmullo. Caminamos por aquel pasillo, abrimos otra puerta y nos encontramos en el interior de la mismísima Discotheque Regurgitation, en pleno centro de Ciudad Yogur. La gente bailaba, como siempre, una música vomitiva. Esta vez sí, tocaban los Olesorete.

Continuará…

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