UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Una tortura china, pero las de ahora

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Hay quienes dicen que algunos se quedaron en los setenta. Otros pregonan que volvimos a los noventa. Pero yo me siento que estoy en los cuarenta, en 1440.
Como especie fuimos evolucionando en infinidad de aspectos, desde cómo nos transportamos (aunque aún sigo esperando el “beam me up” de Scooty) hasta cómo nos vestimos. Olemos mucho mejor definitivamente, pero aprendimos también cómo matarnos mucho más rápido. Atrás quedaron los tiempos de esperar años por una noticia, internet nos regala el mundo desde una pantalla instantánea, como las sopas, que mi abuela tenía que hervir las verduras por horas. Los años y los siglos pasan, y nosotros, además de ponernos más viejos, fuimos evolucionando hasta lo que somos hoy, mal que nos pese, nos guste o no, o nos afeitemos todos los días, paguemos por la depilación definitiva o nos abandonemos a la mata invasiva de pelamen.
Y como todo evoluciona, lo que también ha ido mutando a lo largo del tiempo son las torturas. Pero, note estimado lector, que hablo de mutación, no de abolicionismo. No es que como género hayamos logrado desterrar, al menos en gran parte de nuestro orbe, esa práctica aberrante, sino que lo que hemos logrado es aggionarla, pero como sabemos, la mona, aunque se vista de seda, mona queda.
Y por eso le decía que me siento en 1440, porque si bien ahora puedo caminar tranquilo por la calle sin esperar que me arrojen un balde de desperdicios desde una ventana al grito de “agua va”, de lo que no puedo zafar, por lo visto, es de las torturas. En este caso digitales.
Les cuento…
Parece ser que en Trelew hay una señora que le debe mucha plata (debe ser mucha, porque si no no entiendo la insistencia) a un banco. Bueno, eso no es noticia. Hay mucha gente que le debe plata a los bancos, como hay un montón de bancos que le caminaron millones a otros tantos. Pero, el caso es que esta señora, llamémosla Silvana Micachín (“Los nombres han sido cambiados por petición de los sobrevivientes”) alguna vez pidió un crédito, dejó un número de teléfono celular y se fue. Hasta ahí, todo viento, todo joya, nunca taxi. El caso que vaya uno a saber qué pasó en la vida de la pobre Silvana, aunque lo podemos intuir dados los hechos de público conocimiento, y un día dejó de pagarle a esta buena gente del banco. Y esta buena gente del banco, que quiere mucho a su plata, más si la presta a terceros, no se quedaron tranquilos y en vez de encargarse ellos mismos, como gente grande que son, de sus problemas, le vendieron esa deuda (sí, porque en este mundo globalizado que tenemos se venden hasta las deudas) a otra gente tan buena como ellos que se encargan, justamente, de hacer todo lo posible por cobrar deudas ajenas, como las vaquitas.
Pero volvamos a esa primera escena de nuestra historia, cuando a Silvana le preguntó la señorita del banco su número de teléfono: “Todo bien Silvana, te vamos a dar este toco de plata y vos no vas a pagar, por mes, este otro toco de plata, ¿nos podrías dar un número de teléfono donde encontrarte si en una de esas nos pensás caminar con los pagos?”, “claro, cómo no” debe haber dicho Silvana, y ahí le dicto mí número de celular. Me imagino que habrá sido algo totalmente aleatorio, habrá recitado un “0280154” y agregado al azar otras seis cifras como quien juega a la quiniela. Pero el que sacó el pleno de la noche fui yo. ¿Y usted, atento lector, pensará que la señorita del banco, tan solícita ella, chequeó ese número antes de darle el toco de plata a Silvana? Nones, nunca, Silvana se fue y nadie supo más de ella.
Ahora bien, varios días después de ese hecho tan fortuito, acá estoy yo, recibiendo todos los santos días, y a veces uno a la mañana y otro a la noche, mensajitos de los persistentes señores de Paktar, una digna empresa de cobranzas, al mejor estilo neoyorkino del siglo pasado, recordándome la deuda y que me comunique urgentemente con ellos.
Todos los días, hace casi un mes.
Uno pensaría, bueno, bloquee el número señor y no lo joroban más. Sí, bueno, pareciera que los muchachos de Paktar tienen un listín propio de teléfonos, porque ya debo haber bloqueado como treinta distintos y sigue. Todos los días sigue.
Una tortura, no medieval, pero sí digital.
Así que, gente linda de Paktar, les pido públicamente que dejen de escorchar los que te dije, que este jueguito ya no es para nada divertido. Por lo menos yo ya no me río.

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