Página de cuento 689

Ciudad Yogur – Una historia de amor, de locura y de leche Parte XXIV: Señorita Chicha

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com www.nacher.com.ar

El timbre seguía sonando, ya estaba llegando al estribillo de “Humo sobre el agua” cuando levanté el auricular del portero magnético.
“¿Si? ¿Quién es?”
“Estimado señor Albert, soy la Señorita Chicha, la secretaria de El Zorzal, necesito verlo ya mismo”
¡Era la Señorita Chicha! Cómo olvidarla, era aquella ejecutiva esbelta del local de alquileres y compra venta de esposas. Todavía recordaba sus manos talladas que pude ver cuando me extendía el contrato de alquiler de mi esposa Gladys. Todavía recordaba su perfume, era un Channel, todavía se dibujaba en mi subconsciente el movimiento circular de su pollera al despedirse. En fin.
Corrí hacia la puerta de mi departamento, bajé las escaleras saltando de a tres escalones, resbalé, coqué contra una pared que se desgranó un poco, reboté con un tambor de 200 litros abierto, lleno de leche de cabra (¿qué estaría haciendo ese tambor allí?) y llegué a la puerta vidriada de acceso al edificio.
Allí estaba la Señorita Chicha, un metro setenta de lujuria. Me arrojé, sin más, sobre ella. La besé profundamente, pero ella me detuvo de inmediato. “Espere, ¿Qué hace?, ¿No ve que estamos en la vía pública?” “Disculpe, Señorita Chicha, pero usted me gusta” “De acuerdo, comprendo, ya conozco toda su historia. Aparece su imagen en todos los noticieros, besando a Teté, besando a Julie, a Marlene, y otras. Lo suyo es inadmisible, y lo de aquellas mujeres lo es de la misma manera, porque somos todos iguales ante la ley. Sin embargo, no vine a reprocharle nada, sólo vine a traerle esta caja azul, alguien me la entregó y es para usted. Tome.”
Tomé la caja con las dos manos, no sabía qué contenía, pero intuía que se trataba de algo valioso, algo inusual, algo extraño y peligroso.
“Gracias Chicha, mis mujeres y yo estábamos a punto de escapar, nos iremos a algún lugar donde nos permitan vivir una vida decorosa, un lugar donde el amor y el capitalismo vayan de la mano, permitiendo a las personas disfrutar de sus sentimientos a partir de tener resueltos todos sus problemas económicos básicos.”
“Señor Albert, por favor, no existe tal lugar, salvo en paraísos imaginarios creados por teologías antiguas. La realidad es que el confort y el poder económico no son asociables con el amor y los sentimientos. Tal combinación es imposible de lograr. La vida es una sucesión indefinida de acumulación de bienes y poderes sobre los otros, o bien es una búsqueda incierta del amor puro y desinteresado. Ambas metas no tiene fin, y sólo se terminan, abruptamente, con la muerte, dejando todo inconcluso. Nadie, absolutamente nadie, pudo nunca ni podrá lograr su objetivo, sea material o espiritual, ya que dicho objetivo no existe, es como buscar, hablando poéticamente, el final del arco iris. Grandes sabios de la antigüedad lo intentaron, incluso creyeron honradamente haberlo conseguido, pero no fue así. Nuestra sociedad actual ha optado por uno de esos caminos: el del materialismo. Y le fue bastante bien, aquí en Ciudad Yogur contamos con grandes edificios, tenemos suficientes lácteos y sus derivados para alimentarnos sin padecer las angustias de nuestros ancestros por la incertidumbre de comer o no. Pero el precio fue, y es, derogar todo tipo de relación amorosa. Usted bien lo sabe, y también sabe que es imposible cambiarlo.”
“Veo en sus ojos, estimada mujer, que en el fondo de su espíritu tampoco abreva en su propio discurso. Usted podrá decir que soy un soñador, pero no soy el único. Me da la sensación de que a usted le pasa lo mismo que a mi, pero se niega a confesarlo. Mis ambiciones son pocas y sencillas: quiero vivir con las ocho mujeres que están en este momento allá arriba, en mi departamento, y con usted, a quien también amo. Quiero tener una casa amplia, con piscina, viajar, no preocuparme por el dinero, que deberá sobrarme, y una bodega repleta de esencia de vainilla de distintos orígenes. Nada más que eso, creo que me lo merezco, ¿no?”
“está bien, comprendí. Creo que lo acompaño.”
La tomé del brazo, la ayudé a saltar un charco de leche derramada en el piso, y subimos.
En la calle, húmeda y negra, el silencio reinante se rompió al paso de un camión de recolección de residuos orgánicos, que levantaba los deshechos de la tienda de la esquina, el Emporio Oriental del estómago y la bilis.

Continuará…

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