Página de cuento 690

Ciudad Yogur – Una historia de amor, de locura y de leche Parte XXV: Autopista del Flan

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com www.nacher.com.ar

No recuerdo cómo, no recuerdo la sucesión de hechos que nos llevó, a mi y a las nueve mujeres que amaba, a estar todos arriba de mi automóvil, un Fetrulán 3CV rojo, lanzados a toda velocidad por la Autopista del Flan. Un sinfín de luces se sucedía sin sentido en nuestros flancos. Manejaba concentrado, y aunque mantenía la vista fija en el asfalto, podía ver las banquinas de la ruta (tengo visión global). Muchas personas se agolpaban a los costados, era una interminable caravana de seres sin rostro, sin nombre, que recolectaban y revisaban las cajas y bolsas de basura tiradas a los costados, sobre el descampado. Ya habíamos dejado los suburbios de Ciudad Yogur y seguramente estaríamos cerca del puesto de control.
Sin embargo, a pesar de encontrarnos ya lejos de la zona céntrica del Distrito Panqueque, las sirenas no dejaban de sonar.
Dentro del auto, las mujeres se amontonaban, hablaban, hablaban. Con cierto nerviosismo, con ansiedad. Teté estaba al costado de Gladys, que se sentaba sobre las rodillas de Loly, que abrazaba con un brazo a Marlene. La mitad del cuerpo de Marlene estaba sobre Betty, y sobre ellas se acostaba Mary, tomada de un apoyabrazos. Chicha tenía el torso detrás, pero las piernas adelante, entre los asientos delanteros. Peggy se sentaba adelante, junto a Julie.
Yo estaba cómodo.
Mientras, en las banquinas continuaba la procesión de los tercera clase, los estratos marginales, asignados de nacimiento a las tareas pesadas y degradantes, y los de menos suerte, a la recolección.
Todos estos seres eran utilizados para las tareas pesadas, nacían por fecundación in Vitro, por clonación, y se los criaba en criaderos donde se les reducía al mínimo la capacidad cerebral, dejándoles una pequeña porción de inteligencia solamente para cumplir con la tarea que se les hubiera dado desde el nacimiento.
Me sentí un hipócrita, un egoísta, literalmente una basura al ver a toda esa multitud sufriente y yo, cómodamente sentado en mi Fetrulán y acompañado por nueve hermosas mujeres.
Recordé aquellas palabras de Tetildo antes de cortar definitivamente el teléfono: “Usted está enfermo” me dijo, “y a gente como usted hay que reciclarlas de inmediato. En términos psicopatológicos, usted sufre de una alteración del sentido de la realidad, de raíz esquizoide, por la que una persona se considera otra de la que realmente es. Usted no quiere a nadie, salvo a sí mismo, pero cree que quiere. Usted no transgrede la ley, quien lo hace es su subconsciente. De todas maneras, para eliminar a su subconsciente es preciso eliminarlo a usted.”
¿En verdad estaría confundiendo las cosas?
De nuevo la duda se apoderaba de mi psiquis. El cerebelo me latía, sobrecargado de pensamientos cruzados. No podía elaborar la idea de que sentir amor por estas mujeres no fuera algo sincero, sino una horrible elaboración autoinducida en mi por mi mente alterada. ¿Realmente las amaba o, como decía Tetildo, sólo me amaba a mi mismo?
El Fetrulán ya había superado los 200km por hora. Saqué mi petaca de esencia de vainilla y las miré. La pierna izquierda de Chicha estaba muy cerca, casi me rozaba con sus medias oscuras. La toqué, unos 10 cm por encima de la rodilla
Ya estábamos cerca del Empalme Tuxedo, donde estaba el puesto de control policial.
Chicha miraba hacia el cielo, como si nunca lo hubiera visto.
Era un cielo negro, sin estrellas. A lo lejos, en el horizonte, se percibía el resplandor de la aurora boreal. Por el espejo retrovisor podía ver todavía las murientes luces de Ciudad Yogur. Todavía me preguntaba cómo habíamos salido tan fácilmente de la ciudad, sin que nadie nos detuviera.
En el baúl llevaba la caja azul, me prometí abrirla cuando llegáramos a destino.
Pero… ¿Cuál destino?
Me tranquilicé, ahora la pierna izquierda de Loly se había posado sobre la de Chicha. La toqué subrepticiamente, mientras no dejaba de acelerar. Todas eran muy bellas.
Pensé en atravesar toda la autopista, desviarme hacia el oeste, llegar a tierras inhabitadas, salvajes, e instalarme allí con todas ellas. Era un sueño recurrente que tenía.
De repente, las luces del control policial irrumpieron, y decenas de carteles que decían “Pare” se nos vinieron encima.
Me detuve.
Una mujer policía se acercó a mi ventanilla.
“Buenas noches, si es tan amable, ¿me puede mostrar sus documentos, y los del vehículo, por favor”
En Ciudad Yogur, la amabilidad y el buen trato eran un protocolo fundamental en las relaciones.

Continuará…

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