Página de cuento 695

Ciudad Yogur – Una historia de amor, de locura y de leche. Parte XXX: Final

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

“Estimado Albert, usted es mi amigo. Si bien podría ejecutarlo aquí mismo, usted sabe que no lo voy a hacer. Dejesé de joder, buen hombre, y olvide todo esto. Mire adónde fue a parar, en medio de estos escombros, cómo se le ocurre quedarse a vivir acá, en esta porquería. A ver, digamé, por ejemplo, ¿Dónde piensa conservar a los lácteos, tan importantes para nuestro acerbo cultural noroccidental? Usted sabe que los lácteos poseen diferentes grados, capacidades y necesidades de conservación.
Y sabe también que la capacidad de conservación afecta por igual, en el caso de los lácteos, a la calidad y seguridad de los mismos. Salvo que se trate de queso, o leche en polvo, que pueden ser almacenadas durante largos períodos, casi todos los lácteos son productos alimenticios perecederos que deben ser conservados rigurosamente en frío.”
“¡Pero pare un poco con la leche! ¡Todo el día hablando de la leche, que la leche esto, que la leche lo otro! ¿Acaso no se dan cuenta que hay otros valores en la vida, o están obnubilados por la visión de una vaca sagrada lechera de enormes ubres como zeppelines? Ustedes están todos enfermos.”
“Querido Albert, no se ofusque, por favor, aquí el que está en falta es usted, no lo olvide. Usted no tiene ni la menor idea de cómo mantener en este lugar la cadena de frío que un lácteo necesita en todo momento hasta su consumo. Y ni hablar de la manteca, que a temperatura ambiente se ablanda y esparce sus grasas saturadas por doquier. Lo único que escucho de usted son argumentos sin sentido, propios de un cerebro anestesiado.”
“Tetildo, agradezco sus palabras de aliento, de consuelo, pero la verdad es que prefiero morir ahora mismo y caer abatido sobre la mugre reinante en este hábitat, antes que vivir careciendo del amor de estas diez mujeres, y de cada una de ellas. Por eso puedo afirmar que su verdad es muy parcial, su declamación muy tendenciosa y puede ser refutada sustancialmente. Mejor, llámese a silencio, porque lo único que denoto en usted es ira y soberbia.”
“¿Yo soberbio? ¿Yo, Tetildo Ménez, soberbio? Pero por favor, dejesé de pavadas. Dígame, estimado Albert, ¿usted cree que hace su propio destino o simplemente es víctima de un grupo de sucesos que inevitablemente le van a ocurrir? Porque de su respuesta depende que siga vivo o no. Para que me entienda mejor, le comento que su delito, desde mi punto de vista, no es tan grave, ya el amor que usted dice profesar por estas mujeres no es recíproco, por lo tanto, simplemente le aplicaremos un pequeño castigo y todo volverá a la normalidad. Claro que, todo esto será así si usted acepta que su destino no es obra suya sino que se va tejiendo de casualidad, y más aún, con ayuda de otra entidad muy superior a usted. De ser así, ya mismo me llevo a las mujeres y usted queda en libertad. De lo contrario, mis hombres están preparados para fusilarlo en este preciso instante. Usted elije su destino, pero sólo en esta oportunidad”
Tenía pocos segundos para pensar la respuesta, así que pensé a toda velocidad. Se trataba de vender mi dignidad, mis principios morales y mi ética, a cambio de mi vida. Tal era la propuesta de Tetildo. Sabía que si la aceptaba, iba a desaparecer quizá el último bastión contra el materialismo, y a favor del sentimentalismo, que era yo mismo, dicho esto sin ánimo de sucumbir en mi propia soberbia y egocentrismo. Pero si no la aceptaba, mi lucha y mi vida quizá no habrían sido en vano, quedaría para la posteridad como un mártir que, en una absoluta soledad, había batallado contra un sistema enfermo de dinero y poder. Ya no se trataba del amor que sentía por aquellas mujeres, se trataba de una causa casi universal, de la eterna contienda entre el bien y el mal.
“Tiene usted razón, señor Procurador General Tetildo Ménez, mi situación presente es consecuencia de un obrar del que no me siento responsable. El destino, en definitiva, es patrimonio de quienes lo dirigen, y no mío. Señoritas, a ustedes les digo, que no las quiero, no las amo, pueden irse ya mismo.”
Tetildo sonrió, puso una mano en mi hombro, y me dijo a modo de despedida “Lo espero en mi oficina el lunes a las ocho.”
Subieron a las mujeres a un camión y se fueron, dejando una estela de polvo.
Allí quedamos, solos, mi Fetrulán y yo.
Ahora, finalmente, por suerte mi vida volvió a la normalidad. Soy una persona de bien, ya no quiero a nadie y volví al trabajo. En la radio escucho la música de los Olesorete, ¡Qué bien que suenan!

FIN

Foto: Vaca lechera sagrada de Ciudad Yogur

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