PÁGINA DE CUENTO 700

Encuentro con Rebeca (Fragmento) – Parte IV

Por Carlos Alberto Nacher
cnacher1@hotmail.com

Del capítulo anterior:
…”Unos pocos kilómetros al norte se levantaba la ciudad, que asomaba al mar en una profunda entrada del agua en la tierra.

Desde mi llegada, cuatro meses atrás, había hecho muy pocos amigos, casi ninguno al fin y al cabo, salvo unas pocas almas con las que conversaba de vez en cuando: el encargado del camping, el proveedor de salchichas y panes, el de gaseosas, el cobrador de la municipalidad y unos muchachos que de vez en cuando jugaban unos partidos de fútbol cerca de mi puesto.
Pero no había venido a buscar amigos, aunque tampoco eso significaba que no los quisiera. No había venido a buscar ni a encontrar nada; al contrario, había venido a perder cosas encontradas antes.
Sin embargo, muchas veces que caminaba desde la carpa al puesto, desviaba mis pasos hacia rumbos no muy lejanos para el campo inmenso pero sí para mí.
Entonces recorría con la vista cada piedra que sobresaliera de la tierra, contaba cada planta que sorteaba a mi paso, haciendo mentalmente dos listas: una con las plantas de la izquierda y otra con las de la derecha. Como si estuviera buscando algo. Lo que más me gustaba era que la noche me pescara caminando por las bardas, y entonces lentamente ponía rumbo hacia el camping, orientada por unas luces muy tenues de lamparitas de 60 watts de las carpas vecinas. En esos momentos no miraba hacia abajo, sino que, con la vista clavada en las luces, caminaba a ciegas, dando pasos muy pequeños y calculados para no tropezar con los arbustos.
Una tarde de fin de marzo, de regreso al camping, decidí alterar un poco el rumbo y caminé campo adentro, hacia un cañadón viejo y seco que había descubierto días atrás con la vista, desde lo alto de un médano. Llegué y comencé a caminar por él. Las paredes del cañadón, al principio tan bajas que no alcanzaban los treinta centímetros, poco a poco fueron creciendo hasta transformarse en muros de casi cuatro metros de altura. En ese punto, bien adentro del campo, una camioneta grande hubiera podido atravesarlo sin inconvenientes; sin embargo, el ancho del cañadón no era el suficiente como para quitarme una angustia que me iba creciendo cuanto más caminaba: una sensación de encierro, de paredes que me abrazaban como una cárcel. Allí no había horizonte, apenas un poco de cielo, y el campo, en su grandeza y soledad infinita, era a la vez otra forma de encierro.
Iba a emprender el retorno cuando vi una especie de piedra esférica blanca que asomaba contra uno de los muros. Me acerqué y con las manos escarbé la tierra blanda y arenosa hasta descubrir sobre un flanco dos orificios grandes: había encontrado un cráneo humano.
Atraída por una curiosidad inexplicable, busqué una rama o un palo firme para excavar más rápido. A medida que crecía el pozo mis ojos veían que iban apareciendo las otras partes del esqueleto: tórax, brazos hasta llegar a las piernas.
Cada vez que un hueso era liberado de la opresión de la tierra, caía otra vez al piso desarticulado, como queriendo volver a ella. Yo los iba juntando y los armaba acostados, cuidadosamente a un lado del pozo.
Ya estaba oscureciendo y el cielo limpio se comenzaba a manchar de nubes grises. Tenía que volver antes que la oscuridad absoluta cayera sobre el campo. Pero antes, a toda velocidad, cubrí al esqueleto con ramas arrancadas a los piquillines cercanos. Lo tapé bien, por completo para que nadie, ni siquiera un animal, descubriera mi hallazgo. Luego desandé el cañadón a paso vivo hasta llegar al olor conocido de la brisa marina.
Esa noche no pude casi dormir pensando en aquel montón de huesos.
¿Sería hombre o mujer? Se trataba de un adulto, probablemente muerto hace muchas décadas. Hicieron falta muchas lluvias para hacer aflorar ese nuevo misterio a la superficie.
Al día siguiente volví al cañadón. Esta vez traía conmigo una bolsa de arpillera y un pincel. Al llegar al lugar, vi con tranquilidad que estaba todo como lo había dejado el día anterior. Quité las ramas y lentamente le fui sacando la tierra a cada hueso con el pincel, antes de guardarlos en la bolsa. Con cuidado, modelando mentalmente la estructura ósea completa, traté de que no le faltara ningún hueso, al menos de los más importantes para luego armarlo en mi carpa, más tranquila.
Mientras permanecía concentrada en esta tarea, no noté la presencia de una mujer joven, que me observaba desde arriba, al borde de una arista del cañadón.
La mujer intentó asomarse un poco más para ver más claramente lo que yo estaba haciendo allá abajo, acercó un poco más un pie al borde, un pedazo de tierra se aflojó y se cayeron unos granitos terrosos sobre mi espalda.

Continuará…

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