UN CUENTO DE MIÉRCOLES

Una noche calurosa de New Yersey

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Todo podría haber sido distinto, nada podría haber sido igual, y baja las escaleras a los gritos, saltando los escalones de dos en dos, de tres en tres, los tiros venían del bar, ella estaba en el piso de arriba, viviendo otra vida que ya no recuerda, los tiros venían del bar y bajó hecha una tormenta. Patty entró al salón y vio al camarero nadando inmóvil en un charco de sangre y gritó: “¡Oh dios mío, los mataron a todos!”.
Dos cuerpos más decoraban macábramente el cuadro en escarlata, porque la sangre chorreaba de las sillas, las mesas y las paredes. Eso es lo que ve Patty cuando grita y sigue gritando, nunca parará de gritar, sospecha mientras se le van los pulmones.
Y entre ese infierno también lo ve a Bello, ese hombre misterioso, moviéndose entre los restos, bañado también él en sangre y cree escuchar que dice: “Yo no lo hice, yo no lo hice”, como un mantra y levanta los brazos. Patty lo confunde con un predicador del infierno, traído directamente del séptimo círculo, pero la imagen se disipa y lo escucha: “Yo no lo hice, yo sólo estaba robando la caja, entendeme, yo no lo hice, yo los vi escaparse” y después, ya más cerca, ya sin gritar: “Mejor que uno de nosotros llame a la policía”.
Y acá entra en cuadro Carter, el hombre al que las autoridades vinieron a culpar por algo que nunca hizo. Porque lo metieron en una celda, aunque alguna vez podría haber sido campeón mundial.
Porque Patty llama a la policía, y al rato llegan hechos una turba, con sus luces rojas dando fogonazos en esa calurosa noche en New Jersey. Y entran y pisan la sangre, y estudian los cuerpos, y sacan fotos, y Patty los mira sentada en un costado, ya no grita.
Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, definitiva y cabalmente lejos de ahí, Carter y algunos amigos dan una vuelta con el coche. La noche estaba perfecta para pasear en ese coche, tan perfecta que era imposible pensar que algo podía salir mal. La vida no había sido nada fácil, no señor, con su infancia en Paterson, allá lejos, cuando si eras negro quizá lo mejor era no asomarse a la calle, pero la vida, amigo, la vida había mejorado, y ahora era el aspirante número uno a la corona del peso medio, y estaba paseando con sus amigos, sin tener la menor idea de la mierda que estaba a punto de pasarle, tapándolo hasta el cuello, cuando un policía lo hizo estacionar a un lado de la calle, como en aquellos viejos tiempos, así es como funcionaban las cosas, pero ya no, ahora no.
Cuatro meses después, los barrios cada vez estaban más en llamas, Carter ya se había olvidado de aquella noche y estaba más lejos aún, estaba en Sudamérica peleando por su nombre. Y Bradley, que no había olvidado esa noche de sangre en las paredes, en las sillas y en las mesas, todavía seguía metido en un asalto diferente cada día, y los canas seguían apretándole las costillas, buscando a alguien a quien culpar. ¿Te acordás del asesinato con el que te topaste en aquel bar?, le preguntaban un día. “¿Te acordás que dijiste que viste el coche de la huida?”, le repetían otro. “¿Te gustaría cooperar con la ley?”, lo apuraban esa noche, de nuevo, como todas las anteriores, y agregaban: “¿Creés que podría haber sido aquel boxeador que corría aquella noche? Él es negro, vos no”.
Y Bradley repetía: «No estoy seguro», y seguía su camino. Y otro día y otra noche. «A un pobre chico como vos le vendría bien una oportunidad», era la promesa vacía. “Te tenemos agarrado por el trabajo en el motel, y estamos hablando con tu amigo Bello”. El nombre sonó casi como un disparo en la cabeza de Bradley, y creyó que no había demostrado el impacto, pero era mentira. “No querés volver a la cárcel, sé un buen chico, le vas a estar haciendo un favor a la sociedad”. Bradley no era mal tipo, pero tampoco un modelo de honestidad, justamente.
Seamos sinceros a esta altura, porque nadie es inocente y tampoco se puede aducir desconocimiento, las cartas de Carter estaban marcadas desde hacía años y el juicio fue una farsa, nunca tuvo la más mínima oportunidad.
Sus testigos, sus amigos, terminaron siendo, como era de esperar, alcohólicos de los suburbios, borrachos sin credibilidad. Mucho menos para la buena gente blanca que miraba, solo era un vagabundo revolucionario.
Pero, como se dijo, nadie es inocente, que para la gente negra, sólo fue un loco.
Y ya nadie dudó que él apretó el gatillo, a pesar de que no enseñaron el arma. Lo dijo el fiscal, lo repitió el juez y lo escuchó el jurado, de blancos por supuesto.
Y esa fue la historia de Carter, igual que otras mil historias que andan dando vueltas por ahí, historias que cuentan en los bares los verdaderos criminales, de abrigos y corbatas, libres para tomarse sus martinis y ver salir el sol. Mientras Carter se sienta en cuclillas en su celda de tres por tres. Sin entender del todo cómo fue que pasó, o tal vez sí, entendiéndolo bien.
Esta es la historia de Carter, y es triste que termine así, sin que le devuelvan el tiempo que pasó cumpliendo condena. Porque lo metieron en una celda, aunque alguna vez podría haber sido campeón mundial.

(Respuesta del miércoles anterior: Cortez the Killer de Neil Young)

ÚLTIMAS NOTICIAS