LOS LAMPEDUZZA EN ESCOCIA - 10

Entre piedras galas y bautismos obligados

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Atilio Lampeduzza cumple cincuenta años y para festejarlo viaja a Escocia con su amigo Juan Carlos y dos personajes más, Calcaterra y el Polilla. En Barcelona alquilaron un coche y llegaron hasta Londres.

Pese a los malos augurios, todos tuvieron una noche de baños tranquilos y se levantaron, más o menos, a la misma hora sin chistar. Además, estaban la mar de entusiasmados porque hoy iban a visitar unos de esos lugares que uno siempre ve en la National Geographic y cree que son de cuentos de hadas, de druidas en este caso. A las siete ya estaban saliendo hacia Stonehenge.
El camino no tuvo demasiadas cosas para comentar, salvo alguno que otro exabrupto gástrico de Calcaterra, seguido lógicamente por insultos variados de los otros tres. Llegaron pasados 10 minutos de lo que decía la entrada impresa, pero no hubo problemas.
Al rato de esquivar los grupos de japoneses, que deambulaban cual colectivo en grandes colonias autosuficientes y compactas, los chistes se fueron agotando y la extraña energía de esas piedras, que una pequeña cuerda mantenía convenientemente alejadas, los embargó por completo y giraron casi en silencio en una infrecuente comunión mística.
Cuando ya casi habían dado toda la vuelta, el Polilla resumió ese sentimiento eucarístico excepcional…
– ¡Qué lo parió con estas piedras! ¿Eh?
Eso los hizo despertarse del hechizo gálico como un sopapo de realidad y salieron hacia el estacionamiento.
Al poco tiempo de estar en la camioneta definitivamente el aura mística se fue difuminando inexorablemente, pero ya no culpa de las tripas de Calcaterra, sino de un insoportable embotellamiento a la entrada de la ciudad de Bath.
– ¿No había unos sanguches? –preguntó Juan Carlos desde el volante.
Así que el almuerzo programado para hacerlo en un parque, terminó siendo mirando el baúl de un horrible Toyota Prius. Media hora después estaban estacionando en un callejón y caminaron hasta los Baños Romanos, que son verdaderos baños romanos, con sus piletas y sus canales, y hasta con actores que andan dando vueltas por ahí en túnicas y sandalias.
– No, Atilio, no se puede tocar el agua.
– Dejá de romper las pelotas, Juan Carlos, ya te parecés a mi jermu, y a mi jermu la dejé en Argentina.
– Mirá, Atilio, quiero terminar el viaje en paz, ahí dice clarito que no se puede tocar el agua.
– Pero, ¿cuál es el problema que toque el agua?
– Que está prohibido, Atilio, ese es el problema…
El tono cada vez más alto de sus compañeros de viaje hizo que Calcaterra y el Polilla se fueran alejando hacia el otro salón, pero justo se dieron vuelta cuando Atilio se acercaba al borde de la pileta y Juan Carlos empezó a manotearlo para impedirlo. Años después, cuando cuenten por millonésima vez esta escena van a jurar y perjurar que todo fue en cámara lenta, como si el mundo se hubiera detenido, como si hasta los dioses griegos y romanos se hubieran congelado mirando el proscenio.
Uno de los guardas comenzó a correr hacia el lugar, dos señoras con paragüitas se echaron para atrás, Juan Carlos alargó inútilmente el brazo cuando Atilio se agachó estirando el suyo, pero pisando el milenario verdín que rodeaba el agua. Y pasó lo inevitable. Eso sí, Atilio se salió con la suya, tocó el agua, se sumergió en el agua, probó el sabor del agua y, posteriormente, experimentó también, la comodidad de la sala de seguridad del lugar.
– No, sir. Your friend is not going to leave right now, we need some data, wait outside, please.
– ¿Que dijo qué?- preguntó el Polilla.
Pero la cara del guarda inglés no daba mucho lugar a dudas, así que ambos salieron a la calle sin saber bien qué hacer.
– ¿Y ahora?
– ¿Ahora qué, Polilla?
– Ahora qué hacemos, gordo, déjate de joder, ¿vos tenés las llaves de la camioneta?
– No sé ni dónde mierda está la camioneta…
– Bueno.
– Bueno, ¿qué?
– Bueno las pelotas, Calca, no sabemos una palabra de inglés, tenemos veinte libras entre ambos, no sabemos dónde mierda estamos, ni siquiera la camioneta y esa señora me está mirando para el orto desde que salimos.
– Vamos para allá –decidió Calcaterra y comenzó a caminar hacia la izquierda de los baños, pasaron por la ribera del río y frente a la catedral, después encontraron una iglesia que tenía una cafetería frente al altar y se lo quedaron mirando sin entender. Un guía los vio perdidos y les explicó en un castellano gutural que era algo bastante normal en Gran Bretaña, porque esa era la forma que encontraron para financiar el credo cristiano. También les explicó cómo catzo volver a los baños romanos.
Y ahí estaban, en la puerta, Juan Carlos y Atilio, este último empapado hasta la médula.
– ¡Qué grande! ¡Pudieron salir! –les dijo el Polilla cuando se acercaba a abrazarlos, pero se arrepintió en el camino y esquivó convenientemente a Atilio.
– Jeh… Grande va a ser la cuentita cuando llegue la multa a la tarjeta de Atilio… -le respondió Juan Carlos.
De vuelta en la camioneta, Atilio se envolvió en un toallón que compraron a la pasada y se sentó solo en el último asiento, más silencioso que lo habitual.
De ahí fueron a la ciudad de Bristol, a buscar los graffitis de Banksy; pero como era justamente el cumpleañero humedecido el interesado en verlos, tampoco le pusieron muchas ganas a la pesquisa porque estaba tiritando y no quiso bajar. Conocieron la iglesia de Riverdale y después la ciudad vieja y el puerto, y de ahí de vuelta a Londres.
Subiendo las escaleras, Juan Carlos le preguntó: “Y ¿qué tal el agua, Ati?”
– Andate a… a… a … ¡achuuuuus!

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