Página de cuento 712

Lady Natasha Buttock (1954, en algún puerto) Parte 2

Por Carlos Alberto Nacher

Una vez que mis pajes desembarcaron todo mi equipaje, que por cierto era grande y costoso, alquilé una casa tranquila, con varias estancias y compartimientos. Me fui a vivir a las afueras del pueblo con una doble intención: ser molestado lo menos posible y encontrarme cerca de aquel campo infinito, que para mis fines era como una mina de oro aún no explorada. El clima era benigno a pesar del viento, y pasé los primeros meses de mi investigación dedicado de lleno al estudio del terreno, realizando algunas excavaciones en lugares determinados, que por su distribución podrían ser probables cementerios antiguos. Alternaba estas investigaciones con la lectura concienzuda de varios tratados antropológicos, donde figuras fotografiadas de negros de tribus africanas y otros individuos de razas siberianas o esquimales, analizados por eruditos, exacerbaban mis deseos de reconocimiento en la comunidad científica: quería aparecer en esos textos.
En mi mente podía leer los titulares de los diarios: «Jack Güiraldes Thorn descubre al eslabón perdido en la Patagonia».
Sin embargo, tenía la sensación de que algo no previsto se iba a presentar en mi vida.
Por meses las excavaciones marcharon sin éxito. Hasta que una tarde de marzo, cuando el verano se extinguía, pude localizar bajo unas matas secas una distribución poco común de piedras, evidentemente no puestas allí por la naturaleza, sino por manos humanas. Ordené a mis pajes que cavaran un pozo bien profundo en el punto mismo donde estaban asentadas las piedras, pero con el suficiente cuidado como para no deteriorar ni quebrar las probables piezas que pudieran hallarse.
A los pocos metros de la excavación, mis ojos no podían creer lo que veían: se trataba del cóccix de un individuo de unos 2.3 metros de estatura. Extasiado, corrí hacia mi estudio con el hueso entre las manos, mientras mis pajes continuaban paleando la tierra ancestral. Tropecé varias veces con otros huesos que estaban arrojados por allí, pero no me importó.
En una de las tantas caídas, al intentar ponerme de pie, alcé la vista y vi movimientos de gente en otra vieja mansión cercana a la mía: una mujer con un paraguas y un extraño sombrero que parecía ser una capelina, ingresaba al interior de la casona, secundada por hombres ataviados con finos trajes negros. En el segundo peldaño del umbral se detuvo para verme. Yo, a unos 150 metros de distancia, trataba de incorporarme de la tierra arcillosa con mis huesos, ajenos y propios. Desafiante, la mujer del sombrero me dio la espalda y caminó lentamente hacia el interior.
Su esforzada y actuada lentitud me permitió sacar mis binoculares, húmedos y sucios de tierra, para observarla mejor.
Entonces, por primera vez, lo vi.
Su falda amplia y la distancia que nos separaba no eran un impedimento para poder darme cuenta que lo que estaba viendo, o mejor dicho adivinando, era el mejor culo del universo mismo.
Una ansiedad inusitada me invadió y comencé a transpirar, humedeciendo de nuevo la transpiración seca en mi cuerpo, producto de la tarde soleada.
Entré a la casa, tiré los huesos en el estudio, me di un breve baño y salí al pueblo.
Caminé unas pocas cuadras y entré al bar principal de la ciudad, ubicado en una esquina céntrica. Unos vehículos, pocos, circulaban por la 38 de Julio, aún de tierra. Me acomodé en el mostrador y pedí un whisky.
Cerca de mí, en una mesa, entre muchos parroquianos de ropaje modesto, me llamó la atención un hombre de frac negro, impecable, que contrastaba por completo con las ropas acostumbradas en este clima seco y terroso. Era como salido de otro escenario. Entonces lo reconocí: era uno de los acompañantes de aquella mujer que había visto por la tarde. El estaba cerca de aquel culo.

Continuará…

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