LOS LAMPEDUZZA EN ESCOCIA - 11

No todo está perdido en Inglaterra

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Atilio Lampeduzza cumple cincuenta años y para festejarlo viaja a Escocia con su amigo Juan Carlos y dos personajes más, Calcaterra y el Polilla. En Barcelona alquilaron un coche y llegaron hasta Londres.

Hoy no tenían ningún horario acordado, así que la despertada grupal fue un tanto azarosa. Primero se levantó Juan Carlos, que hizo café y al rato apareció Calcaterra, restregándose la cara como si fuera a despegarse la nariz a manotazos.
– ¿Qué acelga? ¿Qué hay para desayunar?
– Ni idea, preguntale al servicio de habitaciones… ¿Me viste cara de mayordomo?
– Qué carácter, Petronilo, pásame el pan que me hago unas tostadas.
Al rato apareció el Polilla: “Buenas… ¿Qué hay para desayunar?”
– ¿Fueron a la misma escuela ustedes dos?
– Eh… Qué mala onda, Petronilo.
– No te digo…
A la hora todavía no había aparecido Atilio, así que fueron a ver si seguía vivo el discípulo de Acuamán.
Abrieron la puerta y los recibió una baranda a chivo mojado que hubiera impactado a un vendedor de testículos de cordero del mercado del Cairo.
– ¡Chabón! ¡Quesputza! ¿No descubrieron el jabón en tu país? –exclamó Calcaterra haciendo un paso atrás en la puerta de la habitación
– Tocale el pulso a ver si respira –aconsejó desde afuera el Polilla, que oliendo lo que había olido ya no le parecía descabellado el hecho de estar durmiendo con un cadáver.
– No jodás, Polilla –le respondió Juan Carlos, pero descubrió que su voz no tenía la seguridad que había pensado.
Lentamente se fue acercando hacia Atilio guiado apenas por la resolana que entraba entre las persianas. Sintió la cama en las rodillas y se inclinó estirando la mano hacia el bulto inmóvil debajo de las sábanas. Con los dedos sintió el frío de…
– ¡La reputa madre que los re parió! ¡Qué hacé! ¡Sacame las manos de encima!
Todos salieron corriendo hacia el pasillo, desde adentro, Atilio los seguía puteando como un barrabrava de Talleres. “Pará, loco, es que estábamos preocupados por vos, no te despertabas y…”, trató de calmarlo el Polilla, parapetado detrás de Calcaterra.
– ¿Y no saben tocar la puerta acaso? ¿No les enseñó su mamá a tocar la puerta? –dijo mientras se levantaba Atilio completamente desnudo y caminó hacia el pasillo.
– ¡Noooooooooo! ¡Tapate, tapate, tapate, tapate!- gritó Juan Carlos.
– ¡Ah bueno, se despertó Lady Godivo! –dijo Calcaterra.
– ¿Qué les pasa ahora? ¿Primero se me meten en la catrera y después se hacen los monaguillos? –les respondió Atilio y se puso un par de calzoncillos que encontró en el piso.
– Nos preocupamos en serio, Atilio –le dijo Juan Carlos y agregó: “¿Qué es ese olor a muerto de tu cuarto?
– ¿Qué olor a muerto?
Calcaterra aspiró hondo, hizo un paso adelante y encendió la luz. Miró alrededor y señaló el montón de ropa que Atilio se había sacado la noche anterior y había tirado en un costado.
– Es eso –señaló- Es la pilcha que se mojó ayer con la pileta romana, debe tener bichos prehistóricos infectando todo. Está contaminado, es radiactivo, debe estar prohibido por la Convención de Gancia.
– De Ginebra… -lo corrigió Juan Carlos.
– ¡También!
– Tirala a la mierda, Atilio, no, mejor quemala, al fuego purificador –acotó el Polilla, que ahora se parapetaba detrás de Juan Carlos, ya que Calcaterra se había adelantado demasiado.
Finalmente, y luego de conminar a Atilio a que por lo menos metiera en agua y jabón la pilcha apestada, salieron a la calle.
Pasaron por la Abadía de Westminster, que no vieron por dentro porque la entrada costaba como si los fueran a coronar a ellos, pasaron por el Big Ben, que no vieron por fuera porque estaba cubierto de andamios porque lo estaban refaccionando y cruzaron por enfrente del palacio de Buckinham, pero se perdieron el cambio de guardia porque llegaron tarde.
– Menos mal que no compramos ninguna excursión, porque hubiera llovido –señaló el Polilla.
Así que medio cabizbajos y meditabundos, hacia las siete de la tarde, caminaron hacia el Támesis, cruzaron por un puente y se encontraron de repente en medio de un montón de bares llenos de gente y de ingleses medio en pedo.
– Yo les dije que el día no estaba perdido –dijo Calcaterra y se metió en un boliche al grito de “¡fourbeers, sivuplé!

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