LOS LAMPEDUZZA EN ESCOCIA - 13

Por fin, ¡hacia Escocia!

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Atilio Lampeduzza cumple cincuenta años y para festejarlo viaja a Escocia con su amigo Juan Carlos y dos personajes más, Calcaterra y el Polilla. En Barcelona alquilaron un coche, pasaron casi una semana en Londres y hoy salen hacia Escocia, finalmente.

Hoy comenzaba una nueva etapa de este viaje, y todos lo sabían, había una atmósfera diferente en el ambiente, en el aire se respiraba algo nuevo…
– Bueno, ¿quién se cagó? ¡No sean asquerosos, estamos desayunando! – protestó Atilio y se levantó de la mesa.
– El que primero cacarea es el que puso el huevo –le respondió Calcaterra, mientras se untaba una tostada.
Ya habían hecho las valijas la noche anterior, así que la salida del departamento fue bastante ordenada y en tiempo. Subieron todo a la camioneta y Juan Carlos se puso al volante.
– Muchachos –dijo Juan Carlos mientras encendía el motor- oficialmente estamos saliendo hacia Escocia, son más de ochocientos kilómetros hasta Tayvallich, si alguien tiene que ir al baño, este es el momento de decir algo –y arrancó hacia el norte británico.
Pasaron cerca de Licester, de Nottingham, de Birmingham, de Manchester y a eso del mediodía estaban por pasar por al lado de Liverpool.
– Te pasaste otra salida a Liverpool, Juan Carlos –dijo el Polilla, torciendo el cuello y mirando medio preocupado por la ventanilla.
Juan Carlos hizo como que no lo escuchaba.
El Polilla se estiró un poco lo que le daba el cinturón de seguridad y metió su cabeza entre los asientos de Juan Carlos y Atilio, mientras Calcaterra, a su lado, roncaba, como correspondía.
– Allá adelante tenés otra, Juan Carlos.
Juan Carlos miraba impávido la autopista.
– ¡Juan Carlos! ¡Te pasaste de nuevo, Juan Carlos! ¡Me muero muerto!
– Cortala, Polilla, no podemos ir a Liverpool.
– ¿Cómo que no podemos ir a Liverpool? ¿Estás loco vos? Pero… Pero… Yo soy de Berazategui, Juan Carlos, en mi puta vida salí más lejos que la autopista Buenos Aires La Plata. Y hoy, que estoy en el culo de mundo, y que estoy pasando al lado de Liverpool, ¿no vamos a bajar y visitar la Cueva de los Beatles? ¿Me estás cargando? ¿Dónde están las cámaras de Tinelli?
– Parece que ya no le duele la muela –acotó Atilio sin sacar la mirada de la ruta.
– No, parece que no.
– ¡Si no bajamos en Liverpool van a ver el dolor de muelas que les consigo a ustedes dos!
– Polilla –se escuchó la voz gutural de Calcaterra, que seguía con los ojos cerrados y con la frente apoyada en la ventanilla izquierda – Tenemos que estar a las seis y media en Tayvallich, y faltan todavía quinientos kilómetros. Es cuánticamente imposible que visitemos The Cavern y al mismo tiempo lleguemos al ferry que nos deje en la isla de Jura. Te pido amablemente que cierres el orto y me dejes dormir.
El Polilla lo miró medio sacado, hizo un cálculo mental de kilómetros, minutos y peso específico de su amigo y se tiró para atrás con un bufido.
Los siguientes kilómetros se hicieron en un tenso silencio, en parte porque el Polilla repartía equitativamente sus bufidos de protesta y en parte porque en algún momento la autopista pasó a ser un angosto camino de cornisa de una sola mano, hecho que no le hizo ninguna gracia a Juan Carlos. Menos a Atilio, que miraba espantado cada curva escarpada, esperando que apareciera un camión cargado de botellas de whisky del otro lado.
El único que disfrutó el viaje fue Calcaterra, que después de su larga siesta, estaba con la cámara en la mano sacando fotos sin parar: “Mirá esa montaña allá”, decía. “Chabón, mirá ese paisaje, es una locura”, repetía. “¡No! ¡Mirá ese acantilado!”
– ¿Acantilado? –Atilio prefirió no mirar.
Finalmente, llegaron a Tayllavich con los minutos contados. Dejaron la camioneta con las valijas adentro en un costado de la ruta rezando que en ese pueblito de Escocia no hubiera ciudadanos delincuentes y se subieron al muelle cada uno con un bolsito con su muda. Justo llegó la lancha que los llevaría a pasar una noche y un día a la remota isla de Jura, donde ya tenían reservadas las habitaciones y la recorrida por la primera de las destilerías.
El recorrido por el estrecho Sound of Jura fue un viaje casi onírico. Las nubes cubrían el horizonte y las olas mecían hipnóticamente la lancha, haciendo aparecer de pronto pequeñas islas y un faro en medio de la nada. Durante más de una hora se fueron sumergiendo en un mundo irreal, donde la bruma sobre el mar parecía tener vida propia y donde las leyes de la naturaleza parecían alterarse sutilmente. De repente, en el horizonte, apareció el pequeño muelle de Jura, flaqueado de pequeñas casitas blancas de techo de pizarra negra.
Los cuatro olvidaron sus diferencias; las muelas, los Beatles y las curvas eran cosa del pasado, una especie de hechizo los embargó con esa postal que jamás en sus vidas olvidarían.
En ese estado de éxtasis casi anti natural se registraron en el hotel y salieron a caminar por la costa. Luego cenaron en el mismo hotel y antes de irse a dormir, se sentaron en unos amplios sillones, se pidieron los primeros whiskys del viaje y brindaron por los cincuenta de Atilio.

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