OPINIÓN

Viernes Negro: Humberto Eco y Harper lee, debieron ser eternos

Por Ignacio Zuleta
Umberto Eco, hombre de genialidades, dijo también ésta: “La pintura al óleo, la Gioconda, es pintura en relieve, para ver, pero también para tocar. Hay que dejar que el público la toque en los museos. ¿Qué se va a arruinar? ¡Paciencia!”. Se lo escuché en Madrid, hace siglos, cuando fue a dar una conferencia ante una multitud. Se conoce a esta hora su muerte, el mismo día que Harper Lee, que también ayudó a la formación sentimental de millones.
Leíamos “To Kill a Mockingbird” en los años ’60 en el curso del Departamento de Aplicación de la Universidad de Cuyo que intentaba enseñarnos el inglés. Era en una edición británica de Penguin, que se vendía, como “Obra abierta”, que venía en una traducción de Seix Barral, en la librería de Albero, el Centro Internacional del Libro de la galería Tonsa en Mendoza.
El libro de Harper Lee, y el filme, mostraron un universo exótico, y por eso, fácil de entrar en aquellos años: el padre protector, el papa solitario con preocupaciones incomprensibles para los hijos, el sufrimiento al verlo como el enemigo del pueblo, el racismo en un tiempo anterior a las leyes de integración de una década después. Que la película la animase Gregory Peck ayudó más; era tan persuasivo que te hacía creíble todo, hasta lo incomprensible a la distancia. “To Kill…” es un libro que está en la mente desde hace años, nunca te abandona.
De Eco deslumbró la teoría de la obra abierta, la obra colectiva, la sociedad del espectáculo que descubrirían otros veinte años después. En la facultad de Filosofía y Letras sedujo a profesores y alumnos, que discutían con adelantados para la época, como Rodolfo Borello, la veracidad de las hipótesis de Eco.
Se superó a sí mismo como teórico en La Estructura Ausente, una introducción a la semiología (1968), que completó años después en una nueva versión, el Tratado de Semiótica General, que es una reescritura de 1975. Cierra esa mirada en otra versión, Lector in fabula (La cooperación interpretativa en el texto narrativo, de 1979). Divirtió y mostró su costado más irónico en un ensayo satírico: Como se hace una tesis doctoral, manual de autoayuda de un profesor con experiencia. Lo leyeron muchos para entretenerse, pero muchos más para encontrar atajos en la vida académica.
Deslumbró con El nombre de la Rosa (1980) cuando ya parecía que su aporte estaba agotado como profesor. Ese libro, que me trajo a Mar del Plata de regalo Lía Galán, obligó a buscar una obra que estaba en los papeles pero que nadie había visto, El problema estético en Tomás de Aquino. Era su tesis doctoral de 1954, que Bominí editó y tuvo años como un clavo en su catálogo, hasta el floruit de la fama del autor. Esa tesis explica el Nombre de la rosa y su ciencia histórica. Además, le pone una luz a la estética medieval, un anacronismo porque la filosofía medieval no reflexionó sobre el arte (cuanto más sobre el «pulchrum», cosa de curas).
Como autor ganó millones pane lucrando con artículos adocenados para diarios y revistas, uno de los costos de la fama. De lo que hizo en los últimos años se salva el capítulo de El péndulo de Foucault en el cual cuenta – a propósito de un relato algo insolvente en su conjunto – recuerdos de la vida estudiantil por loos naviglios de Milán en los años ’60. Vale la pena leerlo antes de viajar a Milán y merodear por esos barrios.
Un viernes con mala pata, con la muerte de estos dos maestros que nos han ayudado a crecer y nos han acompañado tantos años. Debieron ser eternos.

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