A VEINTICINCO AÑOS DE LA TRAGEDIA DE LOS BOMBERITOS, EL SUFRIMIENTO COMUNITARIO LLAMA A LA REFLEXIÓN. LOS CHICOS PERDIDOS POR ALTRUISMO O DESESPERANZAS EN UNA SOCIEDAD QUE AÚN NO SE PERMITE HABLAR CON LIBERTAD DE LA MUERTE. LAS REFERENCIAS SIN REVISAR Y LA RESPONSABILIDAD DE `EMITIR´, NO `OMITIR´

Lágrimas públicas

Por Marisa Rauta

Hablar de la muerte es intentar abarcar un mundo casi infinito de posibilidades y es probablemente el menos recomendable de los laberintos editoriales. Pero quien no atraviesa ese peligroso enredo del nos-otros difícilmente pueda llegar a encontrarse consigo. La muerte es indescriptible e inabarcable porque es la última circunstancia de la conciencia de vida y sobre todo porque su sentido, como los estudios que la han intentado poner en palabras, que deben lidiar desde ya con su complejidad y perspectivas, termina en la idea que morir es siempre un proceso individual, pero de una dimensión social y cultural incalculable. De allí que las actitudes y comportamientos que las personas adoptan ante la muerte sean el resultado de características y circunstancias individuales, por un lado, y del concepto y sentido de la muerte imperante en la sociedad, por el otro.

Veinticinco años, veinticinco vidas

Ayer se conmemoró un cuarto de siglo desde que veinticinco chicos de entre 12 y 23 años `revolotearan hacia el fuego como lo hacen las mariposas´. Con este breve poema helado sintetizó aquel inexplicable día, un eximio periodista ya fallecido, al intentar aplacar el tremendo dolor social y sintetizar el incomprensible escurrimiento de aquellos niños en un devastador incendio de campos, yuyos ralos al fin y al cabo que volverían a crecer. Desde aquel entonces y a la fecha, nunca más quise pegar en palabras el concepto de heroicidad a la muerte, y mucho menos el de altruismo a la niñez. Ambas cosas me siguen pesando en el alma de escriba sobre lo que se ha dicho, pero sobre todo lo que se ha callado.
Un estado lento en la comprensión de la dimensión y limitaciones de las entidades voluntarias, un gobierno mezquino en las inversiones de servicios de seguridad pública, un puñado de políticos autistas sensibilizados a costa de desastres, una comunidad agigantada con crecimiento exponencial anormal pero mentalidad pueblerina, un grupo de irresponsables que llevaron niños a los campos ardientes, un montón de seres que consideraron inocuo y admirable una carrera cuasi militar para sus retoños, y una organización social que no vio nada de eso a tiempo, mientras el aire, el fuego, el agua y la tierra siguieron su paso inamovible y elementalmente eterno. Todo fue un combo de circunstancias desafortunadas, y todo ese combo avivó las llamas y rodeó las vidas que se perdieron.
Desde entonces pensé, como en tantas otras circunstancias sociales dolorosas, que hay un alma colectiva que cuando sufre en voz alta, es absolutamente perceptible. Ayer el toque de silencio ensordecedor y las sirenas hiriendo la piel, permitieron en alguna medida palpar otra vez esa alma como pocas veces. Como dicen los orientales, el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Y Madryn y Chubut cada año vuelve a sufrir por estos chicos.

¿Cuantos más deben partir?

Sin embargo, muchos otros se nos van escurriendo como agua entre los dedos, no en situaciones tan loables, pero si en llamados de atención demoledores, avivando el secreto sentimiento de que sus partidas podrían evitarse.
Muy cerca de la circunstancias en que los veinticinco niños y jóvenes perdieran la vida en aquel incendio un 21 de enero de 1993, en Puerto Madryn hubo una especie de pacto suicida entre un puñado de adolescentes también hace más de veinte años. Fue otra herida nunca del todo cerrada, y muy poco procesada públicamente pero que a no pocos profesionales dejó abierto el interrogante sobre ¿cuántas cosas pasan por nuestro lado como comunidad sin que las miremos de frente? Y en todo caso, todos los `patrones´ psicológicos y sociales que no reconocemos o preferimos no analizar.
Este recuerdo saltó a la mente porque si un archivo no es memoria y esta no es a la vez reflexión pública para un periodista, probablemente todo lo que sucedió siga sucediendo, como dicen los padres de la dialéctica materialista de la historia, que alertaron sobre la posta que suelen tomar la tragedia y la farsa de la que más menos terminaremos siendo cómplices.
La `luna de sangre´ de la noche más triste y oscura del año, no sólo fue la vigilia a una conmemoración que a puro corazón sigue forzando afortunadamente la regla humana del olvido, y permitió encontrarnos a plena luz frente a una imagen de cemento que antes no tenía alas y ahora las tiene, a ponerle flores, besos y recuerdos a aquellos chicos. Esta noche también trajo dolor y sufrimiento nuevo; y eso es una historia peligrosamente repetida por estos días.

Pérdidas y más pérdidas

Mientras se eclipsaba nuestro satélite, ayer también se ocultó otra vida en nuestras narices y otro pibe se nos escapó entre las manos y enlazó su angustia individual en el asombro colectivo en plena playa pública, abriendo otro tremendo interrogante sobre lo que no estaríamos detectando a tiempo en un segmento etario que desconocemos tanto como el futuro.
La fecha no fue menor. Justamente se cumplía un mes del hallazgo del primer cuerpo de uno de los dos chicos brutalmente asesinados y un tercero presuntamente autoinmolado según una investigación aún abierta y relacionada al narcomenudeo en Puerto Madryn. La temporalidad en estos casos es apenas un dato que intenta contextualizar la seguidilla de pérdidas de vidas jóvenes, que -sea en la circunstancia que sea-, conlleva una enorme responsabilidad como cuerpo social, mal que nos pese. Y la concatenación del relato es apenas una invitación a la reflexión urgente.

La muerte silenciada es vida negada

Algunos especialista como Blanco Picabia y Antequera Jurado o incluso Clavandier, sostienen que en las sociedades occidentales actuales, se intenta “silenciar e invisibilizar la muerte mediante un doble movimiento: la profesionalización del proceso de morir y la acción de los procesos de sociabilización y socialización que intentan constituirse en barreras de protección frente a la muerte, a partir del duelo reconcentrado en la intimidad”. Sin embargo, los datos indican que estas modificaciones en el sentido y el tratamiento social de la muerte, no significan una prescripción subjetiva del impacto producido por ella en el inconsciente.
Precisamente, la sociología de la muerte procura analizar la relación entre las sociedades, las familias y los hombres con la finitud y las pérdidas tempranas, y la mayor dificultad resultaría casi siempre la reacción superviviente de mitigar la angustia, omitiendo la información y sobre todo negando o tomando distancia de los hechos, hasta con construcciones intelectuales estigmatizantes que actúan como barrera protectora con uno mismo y su entorno inmediato. Cosa que nos ha ido pasando por estos días con tanta tragedia secuencial.
Seguramente se puede afirmar que ninguno de estos hechos está vinculados, excepto por la pérdida de vidas jóvenes en una ciudad relativamente joven que tira para adelante tras esa abstracción que considera la `calidad de vida´.
Seguramente no hay ninguna alternativa de parangonar esas pérdidas y mucho menos dimensionarlas.
Pero sí hay necesidad de tenerlas presentes, porque el único antídoto contra el olvido es el recuerdo, la desprogramación de la indolencia, el trasvasamiento de la propia baldosa.
Conocer qué parte de este proyecto de vida que vivimos pone en crisis a nuestros hijos comunitarios, qué referencias construimos a la par de la agitación virtual que nos arrastra y de las que se prenden tan peligrosamente, podría ser una manera de intentar ir identificando lo que debemos atacar de plano.

¿En qué estamos errando?

Erik Erikson decía que `somos lo que sobrevive de nosotros´ y Piaget insistía con que `si un individuo es pasivo intelectualmente, no conseguirá ser libre moralmente´. No son pocos los expertos que afirman que `La identidad juvenil contemporáneamente se nutre de una serie de proyectos que fungen como modelos que contienen una serie de referentes, tanto ideológicos como iconográficos´, incluso que hasta tienen relación con expresiones culturales donde lo vida y la muerte cobran un valor determinado.
¿Sabemos que mensajes les estamos enviando día tras días familiar y socialmente a nuestros pibes? ¿Tendrá que ver el reincidente `todo vale´, el crecimiento económico sin `blanqueo´ necesario, la adolescencia eterna de los mayores, el exitismo ensalzado, la meritocracia retroalimentada, la necesidad de tener para ser, la geografía de una ciudad partida claramente en dos realidades que conviven cual guerra fría con sus meridianos y paralelos asumidos de norte a sur y de este a oeste, sin soñar que ese muro pueda caer nunca jamás, hasta que cae…?
Conocer desde la psicología social en torno a qué se constituían como seres comunitarios todos y cada uno de los chicos que van muriendo tan tempranamente; conocer como se dieron esas pérdidas jóvenes en tales circunstancias públicas; y esclarecer el sentido que tuvo para ellos la adopción de las referencias que los devoraron, es casi una responsabilidad social con la que el periodismo debe contribuir sin descanso.

Un voto de esperanza

No será ni negando la desgracia, ni amortizando las circunstancias, ni omitiendo nombres, vínculos, trascendidos, ni relativizando un sistema que está hablando por sí mismo lo que nos permitirá cambiar las condiciones para que lo que viene pasando, no siga pasando.
Será solamente identificando la enfermedad y atacando el órgano social afectado, condenando los eufemismos y ocupando cada uno su lugar en la historia, lo que en definitiva nos permitirá defender la existencia de nuestros pibes en este pueblo y en este mundo, como verdaderos proyectos individuales que requieren su espacio aquí y ahora. Faltan políticas públicas en muchos sentidos, pero sobre todo falta altura humanitaria. Lo primero se resuelve con profesionales idóneos, lo segundo es un déficit irreparable que definitiva afecta el devenir común. Porque sin conocimiento una sociedad no puede deconstruir sus desgracias, y sin reflexión pública no hay conocimiento, apenas crónicas virtuales del morbo, una verdadera falta de respeto a la vida.

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