UN CUENTO DE MIÉRCOLES

El mejor regalo del mundo

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Tengo un problema… Bah, tengo más de un problema, no me voy a andar haciendo el canchero justo en estos tiempos donde vivimos pateando problemas para caminar desde la cama hasta el baño, pero, bueno, digamos, que este es un problema que da para comentarlo en esta columna, porque si les cuento de deudas, choques o enfermedades nos tiramos todos juntos a un pozo.
Como les decía, tengo un problema, y lo peor de todo, no es nada original.
Como es de público, y paradojalmente, conocimiento, uno de mis trabajos es escribir esta página un par de veces por semana. Y parece una pelotudez, digo, que son dos páginas por semana, no un libro por día, no un discurso por mañana, no, pero les juro que no es moco de pavo, no, no.
Igual ese no es el problema, el problema es que, cuando me siento acá, frente a la pantalla y el teclado puedo estar horas procrastinando y no sacar ni una carilla decente porque no hay tutía, no se me cae una idea.
Esta es la parte uno del problema, piedra en el zapato de cuanto cristiano se haya puesto alguna vez como meta ganarse la vida contando cosas a otros. La parte dos tampoco es excepcional, las mejores ideas, las más maravillosas historias, siempre, pero siempre, se me ocurren en la cama, cuando estoy a punto de dormirme, o ya dormido, que me despiertan de golpe diciéndome que es un pensamiento extraordinario. Obviamente, como les dije, esto tampoco es inusitado, ¿quién no ha encontrado la solución a todos sus problemas con la almohada y acto seguido olvidársela? Creo que fue Dolina quien escribió todo un cuento al respecto.
O sea, ese problema en dos partes, no sólo es un problema, sino que es un problema aburrido.
Pero en estos últimos días le agregué una tercera parte al problema, mi amigo Pablo me regaló un hermoso cuaderno, de esos hechos a mano, que la tapa es un viejo disco de vinilo. No uso mucho cuadernos, antes si, pero ahora, con tanto digital alrededor, medio que la parte gráfica se nos ha ido perdiendo, sino, haga la prueba, lo desafío a escribir toda una carta manuscrita, agarre un papel cualquiera, una birome, y póngase a escribir, y para hacerla mucho más difícil, casi imposible, no use letras en mayúscula ni de imprenta, no, trate de escribir toda una carta, a mano, y en cursiva, como lo hacía en el colegio; ¡olvidate! Ni Ulises podría.
Bueno, la cosa es que el cuaderno es hermoso, lo tenía en el escritorio más como un adorno que como una herramienta en sí, cuando el otro día lo vi y me dije, ey, esta es la solución, en vez de tenerlo al pedo en el escritorio, si lo pongo en la mesa de luz, con una lapicera a mano, se terminó el problema. No me tengo que levantar ni nada, cuando esté en la cama y se me ocurra cualquier cosa, estiro la mano y listo, lo paso a papel y al otro día lo edito, ¡voila, se acabó el drama!
Verso, porque ahora ese cuaderno, hermoso, se convirtió en la tercera pata del problema, una especie de confirmación fáctica del fracaso literario. Antes me despertaba y me acordaba que había tenido una sensación soberbia durante la noche, pero no tenía idea de qué se trataba, ¿unicornios, medias de seda, la ley de trabajo comparada?, ni idea, ni la más remota idea. Pero al rato me olvidaba también el mismo hecho de haberla tenido. Ya no.
Porque no es la primera vez que me pasa, estoy ahí, en las postrimerías de la vigilia, cuando estamos casi al alcance de las garras de Morfeo, a un paso de caer en las fauces de la inconciencia, y de repente tengo esa idea brillante, y sin abrir los ojos me digo, que buena idea, la tengo que escribir. Y sé que tengo ahí al toque el cuaderno y la lapicera, pero antes, me digo, vamos a desarrollarla un poco más, porque si le pongo un tinte de esto, otro poco de esto otro, de repente me doy cuenta que si sigo divagando me voy a dormir, que mejor escribo lo que tengo en mi hermoso cuaderno de tapa de disco de vinilo, pero me repito que me falta darle una vueltita de tuerca, que la idea es genial, pero sería más genial si… A la mierda todo, me quedo dormido.
Y la tercera pata del problema se despereza feliz, porque a la mañana me despierto y miro el cuaderno, tan en blanco como lo dejé la primera vez, sabiendo que la noche anterior se me escapó, de nuevo, la mejor idea que nunca en mi vida tuve.
Me odio por las mañanas. A la tarde se me pasa.

ÚLTIMAS NOTICIAS