UN CUENTO DE MIÉRCOLES

La vida es otra cosa

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

La mira todos los días por la ventana. La ve pasar casi como una fotografía en movimiento, apoyando la frente arrugada en los cristales arañados por el tiempo. Imagina que va hacia la estación de tren, porque siempre lleva un maletín de broche y un paso entre apurado y distante.
La estación queda apenas a unas cuadras, cruzando la avenida, por eso imagina que ese es su destino. Y porque regresa tarde, cada día más tarde, cada día con el cuerpo más gastado y la mirada cada vez más perdida en el horizonte mezquino.
Por eso piensa que va a la estación, la imagina esperando el tren, camuflada entre las otras cientos de almas ateridas en el andén. La imagina maldiciendo en silencio tener que viajar parada las dieciséis estaciones que la separan de la capital. Casi puede verla dejar el tren y correr el colectivo que cada mañana juega a escaparle, llueve o truene o sea feriado de carnaval. Y así por fin entrar a una oficina como hay millones, con compañeros sin nombre como hay millones y jefes, claro, como hay millones.
Y la espera, siempre junto a la ventana, mientras juega con el control remoto de la televisión pegada a la pared de enfrente. Aprovecha y mira a esa pareja que de vez en cuando se apoya bajo el balcón de pilares imitación mármol, y trata de entender qué le está diciendo él mientras gesticula aparatosamente con las manos, pero desiste porque se aburre de mirar sus caras sin magia. Cambia de pie y descubre a dos gatos en la cornisa sobre el mismo balcón, trata así de pasar el tiempo, esperándola.
Y la imagina bajando a almorzar a un bar miserable, sola como él mismo, tal vez comiendo también un pan lactal con dos rodajas de fiambre, aunque sabe que eso es imposible, que seguramente en el maletín de broche lleva un yogur, o una manzana. Cada día la ve más delgada.
Y espera apoyado en la ventana, mientras las horas pasan, como pasan los carteros, pasan las señoras con las bolsas de la compra, pasa el cadete de la financiera de la esquina, pasa otra vez esa pareja que no se detiene bajo el balcón de pilares imitación mármol, tampoco ya ninguno de los dos gesticula, caminan en silencio sin mirarse, pasa la vida allá afuera, pero acá está detenida esperándola.
Piensa que ya debe estar terminando, aunque a veces, cada vez más, se le hace cada tarde más larga, cada noche más corta, y el sol se le escapa un poquito más cada día, empalideciendo lenta, pero inexorablemente, ese rostro que él aún recuerda rosado e infantil.
Mira la silla y hace un gesto de ir a buscarla, pero teme que pueda perderse justo su paso, debería haber ido antes, pero se distrajo con una nena que de repente lo miró desde la otra vereda, y le recordó su mismo rostro, pero veinte años atrás, una vida atrás. Pero fue sólo un instante, la nena bajó la vista avergonzada y salió corriendo hacia la esquina, y él sólo atinó a abrir la boca buscando una palabra que se escapó para siempre.
Ya debería haber llegado, y comienza a moverse inquieto detrás de la ventana, las sombras ya conquistaron toda la calle y se hicieron dueñas de cada minuto que resuena en su cabeza como un cañonazo. Apoya las dos manos en el cristal y por fin la ve. Camina lento, más lento que ayer, más lento que la semana pasada, mucho más lento que hace veinte años. Vuelve seguramente a su casa. Y siente una pulsión casi atávica de salir corriendo a abrazarla, a decirle que por favor lo perdone, a decirle que la quiere con cada uno de sus poros, que la extraña y la llora cada noche, cada día. El deseo de salir a su encuentro es casi un dolor corporal que le recorre la garganta y se expande hacia su abdomen. Se lleva la mano primero al pecho y luego a la boca, para apagar un grito con su nombre. Y la deja ir, la deja perderse en el borde ciego de la ventana. Suspira hondo y se repite, como cada noche, cada vez más de noche, que mañana saldrá a su encuentro y la besará como cuando ella era una nena como esa que hoy se escapó y le preguntó una vez, ¿cuándo vas a volver, papá?.

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