UN CUENTO DE MIÉRCOLES

Las gotas que humedecen las baldosas

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Las baldosas aún estaban húmedas de la tormenta de anoche. La gente saltaba los charcos, tratando de llegar con las perneras limpias a la oficina. Aunque, es verdad, no muchos lo iban a lograr. Cada tanto, el viento se despertaba con unas pequeñas ráfagas y sacudía las ramas húmedas de los árboles, dejando caer una llovizna tardía, fuera de tiempo e inesperada, generando pequeñas corridas en la vereda frente a ella, que los miraba, casi impasible, pasar.
Baja la vista y se acomoda el poncho improvisado, se lo ajusta a uno de los hombros y deja una mano afuera, blanca como la savia, en un gesto inconfundible. Pero sigue tan invisible como siempre. Mueve los piecitos junto a la cortina de metal pintarrajeada y murmura algo que nadie escucha. Y lo ve, justo cuando salta del pavimento a la acera, la puntera de su zapato roza apenas el agua salpicando pequeñas gotas. Mira las gotas casi hipnotizada y alcanza a llamarlo cuando está por pasar frente a ella, casi rozándola por el impulso del salto.
– “Señor, ¿puede ayudarme?”.
Y se detiene el tiempo en ese instante, ella sabe que por el rabillo del ojo él pudo verla, y en esa mirada descubre también comprensión y hasta algo de compasión.
Las gotas cuelgan congeladas en plena caída y el hombre la mira, flotando en ese instante eterno.
– “Hace frío y no tengo lugar donde dormir” ¿Puede recomendarme algún lugar?”
La mano nívea parece alcanzarlo en ese segundo sin tiempo, ella siente el calor de su abrigo, el siente la helada muerte que se escapa de sus dedos. Un escalofrío le recorre la espalda, con sus ojos clavados en ella. Y otra voz resuena en algún lado, entre el hígado y los pulmones, una voz que viene callando desde hace años, una voz que le pide que lo piense, que lo piense dos veces, santo dios, porque ese es otro día para él y para ella, otro día en este paraíso, es sólo un momento y no le va a hacer mal a nadie, sólo pensarlo dos veces.
Está seguro que ella no escucha la voz, ¿cómo iba a escucharla?, pero sus ojos le desmienten tanta seguridad, en ellos anida esa esperanza que sólo los desamparados conocen.
Hace frío, tengo frío. No es lo mismo, definitivamente no es lo mismo.
Y las gotas caen sobre las baldosas, pero nadie se enteró jamás, a nadie le importó.
Y él siguió caminando, no miró atrás. Volvió a acallar esa voz una vez más, o simuló no escucharla, como no escuchaba la otra voz que lo llamaba desde la cortina metálica con graffities de bandas de rock olvidadas hace siglos. Y comenzó a silbar una tonada desafinada.
Y ella lo volvió a llamar, mil cuadras atrás, mil días atrás, él sabía que había estado llorando, moviendo sus piecitos en el frío, tratando de pasar el peso de una ampolla a otra, porque ya casi no puede caminar, aunque lo intenta, pero esa cortina pintarrajeada terminará siendo su último hogar.
¿Qué te costaba pensarlo dos veces?, le repite su cuerpo perturbado e intransigente, sólo era otro día en el paraíso para vos y para ella.
Se retuerce las manos tibias frente a la ventana, ¿es que no hay nada más que alguien pueda hacer? Y la ve en esa esquina, adivinando los rasgos de su cara, y ve cada arruga y cada cicatriz y sabe que ya la echaron de todos lados, que esa cortina de metal es su hogar.
Oh, pensalo dos veces, es otro día para vos y para mí en el paraíso.

ÚLTIMAS NOTICIAS