UN CUENTO DE MIÉRCOLES

No aprendemos más

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Imaginemos una chica de un barrio periférico del conurbano bonaerense, de unos 14 años. Mariela de nombre.
Para muchos es una nena, pero como empezó a desarrollar muy temprano, ya las curvas se notaban debajo de su ropa sucia.
El Victor, amigo de su padre venía mirándola hacía rato, hasta que le dijo un día que él podía conchabarla en su rancho, que estaba solo y le podía ayudar con la casa. A su padre, sin trabajo desde hacía meses y con otros cuatro críos que alimentar, la idea primero le pareció una locura, pero con los días terminó transando. Al final de cuentas, con esas tetas seguro iba a terminar violada por algún compañerito, así por lo menos tenía techo y comida.
Pasaron cuatro años, durante los cuales el Victor fue cambiando de trabajo y de barrio, siempre llevando a Mariela de acá para allá, y en algún lugar perdió definitivamente la ternura.
Un día el Victor no volvió más, nunca más. Los primeros días no salió de la casa, porque lo tenía prohibido, pero una mañana se acabó la comida. En el barrio nadie la conocía, no sólo el Victor no la dejaba ver la calle, habían llegado hacía poco, así que nadie quiso fiarle ni un pan, ni una cebolla. Lo peor es que cuando volvió, el dueño de la casa estaba adentro, tirando todas sus pocas cosas a la vereda. Mariela quiso explicarle, pero el tipo ni la escuchó, el Victor jamás había pagado el mes de garantía y ya hacía quince días que le había prometido cancelar la deuda.
Mariela sólo atinó a agarrar sus cosas y empezar a caminar. De repente se encontró una estación, pero no supo explicar dónde vivían sus padres para poder volver a casa, se había ido muy chica y nunca le había dado mucha atención a la geografía.
Pasó la noche en un banco del andén, pero a la mañana el guarda la echó a patadas.
A la semana, Mariela estaba famélica y sucia, así la encontró Adolfo, el borracho del barrio. Le ofreció un pedazo de sanguche que llevaba en el bolsillo y la miró de arriba a abajo mientras lo comía tratando de ocultar su desesperación. Terminó en su rancho, de nuevo, como con el Victor, pero con cuatro años más, aunque en cierta forma seguía siendo una nena, dura, mala, triste, pero una nena.
El Victor, a pesar de todo lo malo que tenía, siempre la había cuidado dentro de sus cortos entenderes, y se había cuidado él mismo, porque venía también de una familia llena de hermanos y no quería meterse en los mismos balurdos. Con Adolfo no fue igual, Adolfo ni la cuidó ni mucho menos se cuidó y a las pocas semanas le llenó la panza de humo.
Mariela nunca había tenido ninguna clase de educación sexual, ni nadie que le explicara nada, pero hay cosas que no hace falta explicar, así que se pasó siete meses escondiendo como pudo esa pancita cada vez menos incipiente. Hasta que no pudo más, y una tarde noche se escapó al baldío de la vuelta a parir un hijo muerto.
Así la encontró un vecino, y llamó al 101.
Y se la llevaron, la metieron en gayola hasta que la vio un juez. Mariela dijo que se llamaba, González de apellido, aunque no tenía ni documentos ni otro dato de filiación. Nadie fue a preguntar por ella, ni el Victor, ni Adolfo, ni mucho menos sus padres, que vaya a saber uno si vivían siquiera y dónde.
La defensora pública hizo lo que pudo, pero le dieron seis años, y terminó en la cárcel de mujeres de Ezeiza.
No duró mucho ahí, se pescó una sífilis galopante, aunque nadie supo bien si fue en la misma cárcel o la trajo desde su pubertad. Tampoco nadie le preguntó ni ella supo contestar, mucho menos en los últimos años cuando las convulsiones comenzaron a repetirse a diario y ya casi no podía hablar coherentemente.
Murió un jueves, nadie la lloró.
Algo parecido le pasó a otra nena, también de 14 años, en Escocia.
Pero eso fue hace más de 300 años, como si hubiera sido ayer.

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