UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

De chico nunca quise ser astronauta

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Yo tenía, cuando era chico, un montón de autitos. Una caja de zapatos entera. Me imagino que habría chicos que debían tener más, y estoy seguro que había muchísimos que no tenían ninguno, pero en esa época, la de los siete, ocho años, la conciencia social se agotaba en compartir el almuerzo en el colegio. Así que, para mí, esa caja era un mundo.
Y el patio del fondo de mi casa, mucho antes de que mi viejo construyera lo que al final fue el cuarto de nuestra adolescencia -lo digo en plural no por una esquizofrenia mal diagnosticada, sino porque lo compartimos con mi hermano- era el universo de ese mundo.
Con una tiza blanca sobre el cemento alisado y pintado de rojo construía ciudades y pistas kilométricas, con curvas asesinas, rectas eternas y chicanas fuera de la lógica de la matemática. Había días que me pasaba toda la mañana en la escuela imaginando las posibles combinaciones que a la tarde trazaría tarareando en silencio con mi tiza robada de la clase.
Hacía mucho que no pensaba en esto, será que cuando leí que se había muerto Niki Lauda me despertó ese recuerdo puntual. No es que fuera especialmente fan de Lauda, ni siquiera de la fórmula uno, pero vaya uno a saber las razones que alberga nuestra mente y que se disparan con los impulsos menos pensados.
Y ese mundo, como todo mundo, estaba lleno de historias. Y de personajes. Porque cada autito era mucho más que fierros y rueditas. Cada autito tenía su piloto, y cada piloto su vida, sus temores, sus victorias y sus derrotas, y claramente, sus amores y sus odios. Y, claro, sus nombres. En ese universo del patio trasero yo escuchaba nítidamente a la multitud aclamando esos nombres cada vez que salían de la caja para estrenar un nuevo circuito. Veía sus caras expectantes para conocer cada curva, y aprender dónde acelerar y donde convenía cambiar de marcha. De repente me transformaba en parte del público, mientras los pilotos, ya no los autitos, se apoderaban de las tardes de picadas y regates. Eran tardes maravillosas.
Y hoy, cuarenta y pico de años después trato de recordar los nombres de ese mundo que colmó mi infancia en el patio trasero de la casa de Salguero. Pero la memoria es un ser despiadado que nos regala la entrada y después nos corta la luz en la mitad del espectáculo. Por más que me esfuerce y retuerza el cerebro con los ojos apretados como un puño, sólo vuelve uno de los nombres. Eso sí, por lejos el más importante, Mister Callahan. Vaya uno a saber de dónde cornos salió ese nombre. Y no es que no lo haya gugleado, en esta época donde tenemos terabytes de información al alcance de un par de clicks, pero nada. Ni idea, suena similar a varias cosas, y aunque lo más probable sería una referencia a los caballeros de la mesa redonda de Camelot, estaría casi seguro que no tiene un pomo que ver.
Pero, en ese universo ajeno a la escuela y al resto del mundo, Callahan era dios, cuando ganaba era la gloria y cuando perdía, era sólo para tener la excusa de la revancha.
Años me duró ese autito, y cuando el uso y abuso fue desgastando su pintura, saqueé la reserva de esmalte de uñas de mi madre para, con un cuidado que seguramente no ponía en ninguna tarea escolar, repintar la carrocería de Mr. Callahan. El tema es que Elena no era de las amantes de los colores estridentes, o tal vez los rescató de mis garras para mejores fines, la cosa es que Callahan terminó ostentando un pálido tono rosado.
Lo particular de esto es que no lo recuerdo con otro color, sé que fueron sus últimos años de servicio los que estuvieron colorizados de malva, pero en mi memoria siempre fue así. Mi propio príncipe de las pistas rosado. ¿Qué habrá sido de su vida, de sus historias, de su carrera?
Tendría que volver a la casa de Salguero y revisar si Callahan sobrevivió el paso de siglo, aunque ya lo sabemos, a veces es mejor dejar los universos de nuestra infancia al resguardo único, sabio y prudente de nuestra memoria, ¿no?

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