HISTORIAS CURIOSAS PARA CONTAR EN DÍAS DE LLUVIA

Puro humo

Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Como hay un día de la madre, día del niño y hasta día del nieto, también tenemos un Día Mundial de los Océanos. Que si bien no vamos a salir corriendo a comprarle un regalo de último momento –aunque la Ballena Sofía tampoco estaría muy reacia a recibirlos, por cierto- sirve, nos sirve, para aunque sea un día al año tomar un poco de conciencia de la necesidad de cuidar el mayor proveedor de oxígeno y alimento que tenemos.
Pero, convengamos, fiel y querido lector, que en esta columna no nos dedicamos, especialmente, a ser formadores de conciencia, ni mucho menos; que la idea es pasar un rato entretenido, aunque uno pretenda, disimuladamente, esconderse entre las palabras para entregar un mensaje.
De esta forma le cuento que, a pesar de que nosotros tenemos la suerte de poder disfrutarlo a diario con sólo hacer unas cuadras hasta la costanera, muchos no saben que el agua, esa misma agua que vemos rozar nuestras playas, cubre más de 361 millones de kilómetros cuadrados, o sea, casi un 71 por ciento de todo nuestro planeta. Y que el 97 por ciento de toda esta agua es salada. Y si hablamos de porcentajes, rematar contándole que se calcula que el 80% de toda la vida del planeta se encuentra bajo la superficie del mar. Mirándolo desde ese punto de vista parecería un poco poco que sea sólo uno el día de los océanos, ¿no?
Por otro lado, el mar y los océanos fueron siempre cuna y fuente para la producción de miles de mitos y leyendas, desde los kraken a las sirenas, desde los dioses vikingos hasta las religiones de cientos de novelas. Es que esas fosas inexploradas son un misterio que nos pincha la imaginación.
Lo que no es imaginación es la cantidad de basura que diariamente arrojamos a sus aguas. Y no me refiero a las bolsitas que dejamos de nuestro almuerzo en la playa o los pañales que esa señora inescrupulosamente abandonó junto a su carpa en el verano, me refiero a la cantidad abrumadora de desperdicios que industrias y ciudades vierten todos los años al mar, que según dicen, y el dato asusta un poco, con un volumen que triplica el peso total de las capturas de peces. O que afirman que el fondo del mar es la sexta potencia nuclear del mundo. Y no porque exista una civilización escondida como los Atlantes que estén apuntando sus misiles hacia nosotros, sino que en los fondos marinos descansan, al menos, nueve reactores nucleares y cincuenta cabezas atómicas, a causas de incendios, naufragios y choques entre barcos.
Bueno, está bien, que el discurso ecologista ya tiene muchas voces más calificadas, tiene usted mucha razón, mejor le cuento del pez arquero, que se alimenta de insectos que caza escupiéndoles agua desde la superficie del río; o el gobio de Luzón, que con sus 11 milímetros es el pez más pequeño; o el pez vela, que al alcanzar los sorprendentes 110 kilómetros por hora, es el pez más rápido. Datos sumamente interesantes para la sobremesa, especialmente cuando el menú fue salmón al roquefort.
Otro dato que lo dejaría muy bien parado frente al tío de Catamarca, ocasionalmente de visita en casa, es informarle que si tomáramos una molécula de agua y tuviéramos la alocada idea de registrar cotidianamente sus actividades durante cien años, podríamos ver que noventa y ocho de ellos se la pasa displicente en el océano, veinte meses en forma de hielo, dos semanas de vacaciones en los lagos y ríos y menos de una semana, en todos esos cien años, en la atmósfera. ¿No le parece cada vez más importante el cuidado de los mares? Ok, ok, ya entendí, basta de ecología y más pasatiempo.
Hablemos de los mares, como el Mar Muerto, ¿usted sabe, estimado lector, por qué lo llaman así? Por la cantidad ingente de sales que contiene, casi un 25% más que el resto de los océanos. Situado entre Jordania e Israel, en realidad no es un mar sino un gran lago y tiene sus aguas cargadas de cloruros de magnesio, sodio, calcio, potasio, bromuros, sulfatos y carbonatos, un brebaje bastante incompatible con cualquier forma de vida… Aunque no tanto, porque como decía la tía Eduviges, siempre hay un roto para un descosido, en ese potaje viven algunos bichitos, pocos, es verdad, pero ahí están, unos microorganismos que denominan los que saben como halófilos, o sea, capaces de sobrevivir en ambientes salinos, acompañados de un protozoo ciliado, algunas algas y un grupo de bacterias.
Otro mar que se las trae es el Mediterráneo, que como fue uno de los primeros en ser navegado tuvo un montón de nombres; los antiguos egipcios lo denominaban “Grand-vert”; los romanos, en un ataque de lógico egocentrismo, “Mare Nostrum “y a veces “Mare Internum”; en el Antiguo Testamento se le llamó la “Mer Hinder”, que traducido vendría a ser el “Mar del Oeste” o también el “Mar de los Philistins” porque este pueblo ocupaba una gran parte de las costas situadas cerca de Palestina. En hebreo era llamado «ha-Yam ha-Tikhon», el Mar del medio; en turco es Akdeniz, el Mar blanco y en árabe se llama Al-Baħr Al-Abyad Al-Muttawasit, El Mar blanco del medio.
Pero, si hablamos de mares y océanos, la historia de la medusa Turritopsis nutricula es la que se va a llevar las palmas de toda conversación marina. Este adorable hidrozoo bien podría ser el único que realmente alcanzó la fuente de la eterna juventud. Este hidrozoo de apenas medio centímetro de longitud no muere tras alcanzar su estado adulto, sino que tiene la capacidad de volver a ser pólipo, o sea, su forma juvenil y así repetir todo su ciclo vital, una y otra vez, las veces que quiera –y que no se encuentre con un tiburón con hambre-.
Así que ya sabe, perseverante lector, la idea es que hoy, si pasa junto a la costa, eche una mirada de agradecimiento hacia el este y, si puede, como quien no quiere la cosa, comencemos a cuidarlo un poquito más.

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