HISTORIAS CURIOSAS PARA CONTAR EN DÍAS DE LLUVIA

Tempus fugit

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

El hombre ha evolucionado, bastante se podría decir. Atrás han quedado los tiempos donde uno la podía quedar sólo por no haber aprendido a hacer fuego con dos piedras, o aquellos días donde el menú disponible era mamut a la cacerola de barro.
Darwin mediante, ahora ya podemos decir que somos un homo sapiens con todas las letras, el más alto escalón de la cadena alimenticia.
Y en este proceso, no exento, por supuesto, de grandes altibajos, el mayor logro, dicen los que saben, es haber conseguido más tiempo para pensar. El tema es así, cuando uno tiene que andar corriendo de cueva en cueva para no ser devorado sangrientamente por un tigre diente de sable se las ve complicadas para andar analizando la trayectoria de los cuerpos celestes, y minga de descubrir la ley de la gravitación universal en esas condiciones.
O, si uno tiene que andar levantándose a las cinco de la mañana para plantar semillitas, rezarle a todos los astros del universo para que llueva y pasarse todo el día que ara mete ara, olvídate de alcanzar la paradoja de Olbers o desentrañar la teoría de las cuerdas antes de acostarse.
Pero eso, teóricamente, son cosas del pasado, ahora el hombre, la verdadera maravilla de nuestro tiempo, tiene, justamente, tiempo para el pensamiento, el solaz, el libre albedrío, la dolce far niente…
O por lo menos eso es lo que nos quieren hacer creer.
Porque la verdad de la milanesa, como dice mi amigo Mati, un pomo que tenemos tiempo para andar divagando con sutilezas epistemológicas, al pan, pan y al vino, vino, y sobre las cartas la mesa. Nos levantamos para laburar, comemos a las apuradas, y luego volvemos para dormir, y así hasta el otro día. De la casa al trabajo y del trabajo al hogar.
Y así andamos, los dichosos homo sapiens, todavía corriendo la coneja como si nada hubiera cambiado en esta viña del señor en los últimos dos o tres millones de años.
Pero, tampoco me quiero poner en muy cienteficista, válgame dios, que esta columna nunca se ha caracterizado por sus contenidos académicos. Pero sí quería aprovechar la ocasión de estar hablando de nuestra falta de tiempo para mentar la cantidad de cosas que uno dice sin saber bien a qué se refiere. Porque tenemos pila de frases hechas que vamos desgranando a fin de enmarcar nuestras conversaciones por carriles por todos conocidos, pero que, al final de cuentas, no tenemos ni pizca de idea de dónde belines provienen. Por ejemplo, ¿qué cornos es un belín?
Todo esto viene a que el otro día, una de las profes de mi hijo, ante una situación que nos superaba a todos, usó la expresión ‘No hay tu tía’, y todos entendimos, por supuesto. Y nadie le dijo, ¿qué tía?, si la suya, la nuestra o la de la araña que vivía en Santa Fe. Porque todos, lógicamente, entendimos que se refería a que era una situación sin remedio, algo que no tenía arreglo y había que apechugarla como venía.
Pero todo tiene un motivo, aunque los políticos hoy en día intenten denodadamente desmentirnos, en realidad la frase es una derivación errónea de la original “no hay atutía”. ¿Y qué miércoles es la atutía? Era el resto de óxido de cinc que quedaba adherido en las paredes de los hornos tras la fundición del latón, la aleación de cobre y cinc.
La cosa es que, allá y hace tiempo, un tanto después de los mamuts y los tigres dientes de sable, pero antes del iPhone, siguiendo la receta de la antigua medicina árabe, de donde procede la palabra, se preparaba un ungüento medicinal realizado con este hollín de óxido de cinc y que era utilizado para curar todo tipo de enfermedades, sobre todo oculares. Con el transcurrir de los siglos la palabra perdió la primera letra, y quedó en “tutía”, lo que nos indicaría que no se trata de la hermana de ninguna madre o padre, sino que se escribe todo junto, “no hay tutía”.
O sea, que no haya tutía es que no hay más remedio, que se carece de solución para un problema.
Ahora sí, puede volver a lo suyo, que seguramente es más importante.

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