UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Buscando en la tienda de Android

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Qué cosa con estos telefonitos de mierda. Vivo renegando que ya la gente no los usa para hablar, que, vamos, los inventaron para eso. Uno, en cualquier lugar del mundo, hasta sentado en el inodoro, podía agarrarlo, marcar el número de otra persona y ¡zaz! Hablar. Parece una pelotudez, pero para los que nacimos en la época en que para conseguir un teléfono fijo en casa había que transarse al gerente de Entel, esto es casi un milagro.
Pero no, ahora que cualquier mortal puede hablar por cualquier pavada con quien quiera en cualquier momento, no, la gente ya no los usa para eso. Pará que le escribo un mensajito, pará que le grabo un wassap… Volvimos a los tiempos de los beepers, esos cositos que pasaron por nuestra vida tan esporádicamente como los tiqui taca. Un día todos teníamos esos pendorchos que vibraban y nos decían que la tía Carlota necesitaba comunicarse con nosotros, que buscáramos urgente un teléfono público. Y de nuevo a lo mismo, una especie de involución voluntaria y tecnológica, cosa de locos, mire.
Pero eso no es lo peor, desde que estos cosos se transformaron en cosos inteligentes, smart phone, querido, nosotros no hacemos más que seguirles la corriente, pero al revés. La última es esa aplicación para que veamos cómo vamos a ser dentro de veinte, treinta años. ¿Para qué? Pregunto, ¿para qué?
Por ahí, Podeti nos escribe que “todos estamos tentados de adivinar la fecha de nuestro final, quisiéramos echar un vistazo a nuestro futuro, ser dueños de nuestro destino, saber si las promesas que nos hicimos de jóvenes se reflejarán en nuestra mirada en la senectud, tener la certeza de que los golpes de la vida no tendrán un impacto tan cruel en nuestra envoltura carnal”, y no le falta razón y casi, casi como que me convence y la instalo. Pero no.
Lo que a mí realmente me gustaría es una aplicación que, en vez de envejecerme, que eso lo puedo hacer yo solito y sin ayuda de artefactos tecnológicos, me rejuvenezca, mucho me rejuvenezca. Y me traslade, por ejemplo, al patio de cemento pintado de mis viejos, donde con una tiza dibujaba la pista donde corrían los grandes premios mis autitos de colección.
O me transporte a esa tarde, en la esquina de Charcas y Coronel Díaz, cuando la vi cruzando la calle a mi encuentro, con su chambergo y sus labios rojos y me cambió la vida para siempre.
O, me saque varios años de encima y me despierte por un ratito cuando la alcé por primera vez en mis brazos, yo tan disfrazado con esa bata de hospital y ella tan chiquitita. O me catapulte a esa otra habitación helada, cuando nos vimos por primera vez, yo con los ojos llenos de lágrimas y él con los ojos tan enormes que le ocupaban toda la cara y aún no me decía papá.
¿Hay de esas aplicaciones? Esas sí que serían inteligentes, esas sí las instalaría y me colgaría horas usando aunque le entregue mi identificación facial a la CIA, a la NASA o a la FIFA, creo que hasta el alma uno podría entregar por una de esas aplicaciones. ¿No?

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