HISTORIAS CURIOSAS PARA CONTAR EN DÍAS DE LLUVIA

Jeringas eran las de antes…

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Estos últimos días dividí mis tiempos en minutos con estornudos y minutos sin estornudos. Es sumamente irritante esto de andar a los saltos escleróticos cada dos pasos, juro que no entiendo a esos locos franceses, que andaban con la latita de rapé en la mano justamente para provocarse voluntariamente este castigo que al resfrío me ha condenado. Y encima me vengo a enterar que el virus que me está atacando no es más que uno de los cien posibles rinovirus que producen el resfriado, y que si me curo de uno, mañana puedo contagiarme de otro. Por ahora lo único que puedo hacer es proveerme de toneladas de pañuelitos de papel e ir dejando por toda la casa mojones de papel mojado como una extraña y desagradable parodia de Hansell y Gretell moderna.
Y todo porque no me gustan las vacunas. ¿Pero a quién le gustan las vacunas? Todavía sigo prefiriendo andar con los ojos llorosos y dar lástima en las esquinas a enfrentarme a una señora de delantal blanco con una jeringa en la mano. Pero ese es un tabú propio que en alguna vida futura deberé tratar en sesión de terapia, yo y las agujas va a ser un capítulo interesantísimo en la novela de mi vida.
Pero no quisiera, querido lector, seguir dándole cháchara sobre este maldito resfriado, pero sí voy a aprovechar para contarle una pequeña historia que viene muy a cuento. ¿Usted sabe por qué a las vacunas les llaman justamente vacunas? Síéntese que es interesante.
Usted sabrá que a finales del siglo XVIII, Europa estaba asolada por el virus de una enfermedad tan mortal como contagiosa, la viruela. Una terrible afección que se caracterizaba por la aparición de graves lesiones cutáneas y nadie encontraba una forma efectiva de controlarla. Nadie hasta que apareció el naturalista inglés Edward Jenneren, quien ideó un modo de prevenir su acelerada expansión.
Cuentan los memoriosos, que en plena epidemia, Jenneren, de visita en una granja, conversó con una joven dedicada a ordeñar vacas. Preocupado sobre la situación de la gente que vivía tan alejada de la ciudad, le preguntó cómo se cuidaban de la viruela, a lo que la niña le contestó: “Yo no voy a enfermarme nunca porque estoy vacunada”. Tenga atención, estimado lector, que esa palabra, en ese momento no significaba nada que no tuviera algo que ver con las vacas, imagínese la cara del bueno de Edward cuando escuchó esto. Lo que pasaba es que para esa época, en la zona rural inglesa, muchas personas dedicadas al ordeñe habían contraido la llamada viruela vacuna, una forma atenuada al mal, lo que en la práctica les impedía contagiarse del padecimiento mayor. Y Jenneren, que no era lerdo ni perezoso, dedujo que inocular a una persona sana con viruela vacuna la volvería inmune contra la terrible epidemia. Pero una cosa es deducir y otra muy distinta experimentar, porque no debía ser muy facil, por más que la peste estuviera en la calle, conseguir muchos voluntarios para recibir en el torrente sanguíneo bichitos de la viruela vacuna.
Y así fue que el 14 de mayo de 1796 Jenneren extrajo pus de una lesión que presentaba Sarah Nelmes, ordeñadora que se había contagiado de viruela vacuna, e inoculó, mediante una inyección en le brazo a un chico, hijo de un humilde labrador, de nombre James Phipps. El investigador llevó el reporte detallado de su evolución: “Al séptimo día, se quejó de molestias en la axila. Al noveno sintió escalofrío, perdió el apetito y sufrió un ligero dolor de cabeza, pero al décimo estaba perfectamente bien”. En julio siguiente inoculó con viruela humana y el pequeño no enfermó, es más vivió otros cincuenta y pico de años más.
Pero los avances científicos no son tan simples, los científicos de la época dudaron del hallazgo de Jenneren y consideraron que su procedimiento era inseguro. Pero Jenneren era un tipo más que cabeza dura, y sabiendo que su inyección de viruela vacuna era la solución definitiva, realizó el mismo experimento con su propio hijo. Finalmente éste y James Phipps se desarrollaron normales y sanos y se transformaron en las pruebas vivientes –nunca mejor utilizado el término- del hallazgo de Jenneren.
Y así Jenneren no sólo consiguió el control de la viruela, sino que sus experimentos fueron cruciales para descubrir la práctica de la inoculación de virus para controlar las epidemias, ahora más conocido como vacunación, que como nos indicó la joven ordeñadora, proviene de las vacas.
Ahora sólo me queda una duda, ¿vacunar a las vacas no sería entonces un círculo vicioso?

Nota del autor: Información recogida de la página http://www.planetacurioso.com/

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