UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

La revolución de los objetos

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Estaba yo el otro día, leyendo, como hacemos todos, displicentemente mi muro de Facebook, bajando medio adormilado con el dedito la pantalla del celular en un movimiento que ya se nos ha hecho tan natural como alienante, cuando un posteo me llamó la atención. Un amigo había compartido una noticia de chinos. Las noticias de chinos siempre atraen la atención de muchos y es casi como un éxito asegurado de convocatoria. No sé por qué, será que como están casi exactamente del otro lado de mundo son más fascinantes, o por su cultura milenaria, o porque siempre son millones y millones, o porque nos pasan el trapo en lo que sea salvo el fútbol y el tango. La cosa es que se llevan las palmas en cuanto a atención viral en las redes.
Pero este posteo no era sobre cuántos autos podía saltar un chino, o cuántos helados de pistacho se podía comer en menos de un minuto, no, hablaba de algo que pareciera salido de una película de ciencia ficción, pero no. Hablaba de 5G, que más allá del chiste fácil por la fonética canyengue, es lo que nos espera a la vuelta de la esquina, bah, en nuestra ciudad tan alejada de los gigas y gigas de velocidad de otras tierras, tal vez a la vuelta de la esquina de la otra cuadra, o de la otra. Lo de 5G es eso de “la internet de las cosas”. Y usted, estimado lector, si no es asiduo interesado en las nuevas tecnologías en una de esas no escuchó hablar nunca de esto.
La cosa es simple, hasta hace pocos años (no se haga el banana pendejo que se acuerda), internet sólo estaba confinado a nuestras computadoras, de hecho hasta no hace tanto había por todos lados esos suchuchos llamados cibercafés, donde uno se podía sentar por una módica tarifa y navegar por la red de redes; hoy deben estar en el paraíso de los negocios olvidados, junto a los parripollos y las canchas de paddle. Como decía, no hace tanto es que tenemos acceso casi ilimitado desde casi cualquier lado con nuestros celulares. Pero los muchachos que inventan estas cosas no se conforman con darnos esta accesibilidad tan ubicua como natural que la desperdiciamos cotidianamente en mirar videos de gatitos y compartir gifs animados de negros de wasap. No, van mucho más allá, al infinito y más allá.
La internet de las cosas es que las conexiones no se acaben en nuestros celulares, notebooks y computadoras, pasen de nuestros Smart TV y se escapen a cuanto aparato este enchufado en nuestra casa. De esta manera, el lavarropas, o la cafetera y hasta el inodoro (bueno este no está enchufado, pero denle tiempo) puedan conectarse no sólo entre ellos, sino a cualquier servidor en cualquier lugar del mundo.
Uno podría creer que esto es cosa de mandinga, pero ayer, cuando se me desconectó el celular de mi wifi vi que entre la lista de posibles conexiones había una que se llamaba “heladera”. ¡En serio! Un vecino ya tenía la heladera conectada a internet. ¿Será que cuando se le acaban los huevos manda un mensaje avisando para que pases por el super antes de volver a casa? Muy útil si uno pensaba hacer omeletes.
Pero, ¿hasta dónde llegarán esas interacciones? Como dice una amiga, ¿a quién le buchonearán que en vez de hacer dieta tenemos guardado un kilo de helado de sabayón en el frezzer? ¿De qué hablarán la cafetera y la tostadora cuando nos vamos de casa? ¿Podrán cruzar datos el lavarropas y la plancha y comenzar una campaña en las redes porque no podemos dormir con las sábanas arrugadas?
No sé usted, pero yo comienzo a preocuparme.

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