HISTORIAS CURIOSAS PARA CONTAR EN DÍAS DE LLUVIA

Los juegos de ayer

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Hace unos días, amigo lector, estaba pensando en todas las cosas que fuimos perdiendo con el tiempo. De repente me sentí un anciano, y sin usar la FaceApp, pero me recuperé rápidamente y seguí pensando en esas cosas que nos hacían felices y que la modernidad se fue llevando en aras de la tecnología.
Todo empezó cuando, me colgué mirando a una madre jugar con su hijo a las bolitas. Uno tiraba una y el otro trataba de pegarle y si no era así iban quedando, allá adelante, un grupo de canicas que se transformaban en nuevos objetivos a golpear. Primero me sorprendió muy gratamente que todavía sobrevivieran este tipo de juegos alejados de computadoras y aparatos electrónicos, pero a mi pregunta del “hollito” ambos me miraron con extrañeza. El caso es que cuando yo era niño también jugábamos a las bolitas, con las “japonesas”, las “lecheritas” y los “aceritos”, pero me acuerdo perfectamente del famoso “hollito”, que era un pocito hecho en la tierra del patio o de la calle que oficiaba de “puerta” o “medio habilitante”, si uno no lograba embocar su bolita en él no tenía la facultad para poder golpear a otras bolitas, pero al mismo tiempo era presa de los otros jugadores que ya tenían el permiso de caza en regla, sellado y legalizado. Una verdadera carrera por la supervivencia, usted vea.
Pero el problema no fue las bolitas en sí, sino la exclusa que logró abrir la imagen.
Porque se me arremolinaron un millón de recuerdos de aquel patio inmenso del colegio Guadalupe donde las bolitas eran un capítulo más en los eternos recreos. Las “fichus” eran otro. Acá me dicen, atento lector, que aún existe ese afán coleccionista de llenar álbumes de estampitas diversas, pero qué quiere que le diga, yo no veo en las esquinas a los chicos jugando con ellas. ¿Será que ese efecto lúdrico que imponían las figuritas también ha sido alcanzado por las reglas del mercado y sólo resta comprar más y más paquetes hasta agotar el consabido álbum? Si esto es así es una verdadera lástima, ¿qué fue de la tapadita, el espejito o el entrañable “chupi”? La tapadita era el juego de enfrentarse a una pared, a una distancia prudencial de un par de metros y con una técnica digna de prestigitador, ir arrojando por turnos las figuritas contra el cemento. El primero que lograra tapar con su figurita a otra, se llevaba el premio gordo. Obviamente acá se originaban no pocas disputas del orden de qué porcentaje era necesario tapar para ser considerado triunfador, porcentaje que más de una vez se ha resuelto a mamporro limpio.
El espejito era como más imparcial, porque consistía en derribar las figuritas que oportunamente se habían parado contra la pared en posición de, justamente, espejitos. Digo más imparcial porque ahí no había dudas, o se caía o se quedaba en pie.
Pero el chupi era otra cosa, de las competencias era el más sanguíneo, el más pasional, será porque uno se enfrentaba al contrincante cara a cara, como un combate pugilístico, será porque era un mano a mano, definiéndose en cada jugada el resultado de las partidas. El asunto era poner una figurita en el piso y con una mano darle un golpe seco tratando de darla vuelta. Si uno tenía éxito se llevaba la figurita y el de enfrente debía poner una nueva. Pero como en todo arte, a veces más vale maña que fuerza y creándose grandes campeones del chupi, los que habían logrado una técnica infalible de aerodinamia manual. Pero también existían de los otros, los que buscaban el éxito por el camino rápido y furioso de las artimañas alejadas de la legalidad, como ser lamerse la mano previamente para que la humedad de la saliva generara un efecto succionador de efectividad asegurada. El asunto era hacerlo sin ser vistos y tampoco pasarse de la raya, porque si la figurita quedaba pegada a la mano era prueba irrefutable de felonía. Y eso se pagaba, se pagaba, obviamente, también a mamporrazos.
Había figuritas de dibujos animados, de autos, pero las que realmente hacían furor entre los púberes de mi edad eran las figuritas de futbolistas, por supuesto, creo que aún hoy hay noches que despierto soñando con esa fichu redonda del Mouzo de Boca.
Pero no todo eran figuritas y bolitas, también estaban el cachula monta la burra, o como quiera que se llamara en cada pueblo y el consabido Poliladron, que en tiempos previos a Suar y compañía, no era una serie de televisión, sino un juego donde nos dividíamos en dos grupos, los policías de un lado y los ladrones del otro. Los policías corrían a los ladrones y al agarrarlos los mandaban la cárcel, de donde los demás ladrones debían salvarlos. Sin lugar a dudas la primera y, seguramente, más fuerte enseñanza del debido proceso de mi infancia, de hecho recuerdo que odiaba ser ladrón. No por una decisión consciente de moralidad, sino más bien por razones de salubridad. Es que vaya uno a saber por qué razón, la cárcel siempre eran los baños y, muy estimado lector, quedar apresado en ella era una verdadera tortura de lesa humanidad.

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