UN CUENTO DE MIÉRCOLES

Casi como un recuerdo

Por Javier Arias

Fernández apuró el último sorbo del mate hasta escuchar el ruidito de la bombilla vacía. Apoyó la mano en el mantel de flores y miró la puerta entornada. La calle de tierra estaba desierta a esa hora del domingo, apenas había amanecido y el mundo estaba somñoliento y pesarozo.
Escuchó un ruido a sus espaladas, el catre gimió apenas cuando Elvira se levantó y acomodándose desaviyé se acercó a la mesa.
– ¿Me dás un mate?
– Buen día, ¿no?
– Buen día, ¿me das un mate?
Fernández tocó la pava con el dorso de la mano, comprobó que la temperatura del agua todavía se bancaba un rato más y le cebó uno. Se lo alcanzó mientras Elvira se apoyaba en el mantel de flores ya sentada a la banqueta.
Lo tomó en silencio, también mirando hacia la calle.
Finalmente suspiró y le dijo: -Podrías arreglar esa puerta, esta noche me cagué de frío…
– Podría…
Tomó el mate de nuevo y se cebó uno para él.
Entre sorbo y sorbo la miró largo.
– ¿Vas a ir a misa hoy?
– ¿Es domingo hoy?
– Sí, es domingo.
– Entonces voy a ir a misa, ¿qué pregunta es esa?
Fernández volvió a mirarla y le alcanzó otro mate. Se levantó, agarró la pava, la llenó con el agua del bidón que estaba debajo de la mesa y la puso sobre el anafe encendido. Esperó hasta que vio las primeras burbujitas golpeando el costado de la chapa y la volvió a apoyar en la tablita sobre la mesa.
– Entonces terminate la pava.
Levantó la campera caída en el costado de la casilla, abrió la puerta y salió.
Elvira abandonó el mate sobre el mantel de flores, se levantó sin decir palabra y empujó la puerta todo lo que pudo.
Tendió las sábanas con un gesto desganado, se vistió con la ropa de ayer, apagó el anafe, salió también y cerró el candado de la cadena que sujetaba de mala manera la puerta entornada.
Volvió tarde, en la misa se había encontrado con Mirta, que la invitó a comer a su casa. Esas cosas no pasan a menudo. Estaba su suegra de visita y no quería soportarla sola. Mirta se había casado muy joven y ya tenía tres hijos, que en escalerita, habían moldeado su vida. Su suegra iba a menudo, cada vez más seguido y Mirta ya no la soportaba más. Su esposo, Victor Manuel, no se daba cuenta y seguía celebrando cada vez que su madre aparecía con una docena de empanadas en la puerta, siempre caseras, siempre más ricas que cualquiera. Y Mirta sonreía, pero por dentro se torturaba miserablemente. Antes de salir para misa, Victor Manuel le había dicho que ese día su mamá le había prometido empanadas, pero las salteñas, con papa y aceitunas. Mirta no tenía ganas de escucharla, de escucharlo, de torturarse sola de nuevo. Y la invitó a la Elvira, que estaba tan flaquita y tan aburrida.
Toda la tarde estuvieron en la cocinita, mientras su suegra andaba por ahí mirando la casa y a los chicos y Victor Manuel jugando al truco con sus amigos en el comedor. Toda la tarde hablando de zonzeras, viviendo los recuerdos de la escuela compartida, cuando Mirta todavía era la Cholita y Elvira, Elvirita. Se hizo tarde y Elvira se apuró a volver a casa. Mirta, mirando hacia el comedor y a su suegra sentada con uno de los chicos en sus piernas, le preguntó si quería quedarse a cenar, pero Elvira ya se estaba enrollando la mantita en los hombros.
Apuró el paso entre la gente y ya caía el sol cuando llegó hasta la cadena con el candado cerrado. Lo abrió y empujó la puerta entreabierta. El mate y la pava seguían enfriándose sobre el mantel de flores y el catre la esperaba tan vacío como lo había dejado.
Se fue a dormir sin pensar mucho.
Ese lunes, que no era domingo, también fue a misa. El martes también.
Fernández no volvió, no supo más de él. Mirta trató de invitarla otro día cuando su suegra volvió con empanadas, esta vez de vigilia, pero Elvira rechazó el convite, aunque la panza le hacía ruido dos días de tres. Se vieron varias veces en misa, Elvira ya iba todos los días, rezaba en silencio en un costado, con la manta sobre los hombros, chiquita. flaquita, casi como un recuerdo.

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