Página de cuento 758

Kachavara For Ever – Parte 1

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

La mañana estaba fresca, no obstante, salí a caminar por la rambla. El mar se mostraba indiferente, cuando de pronto apareció Abdul Zongo, el corredor de bolsos, que se encontraba escondido detrás de un ligustro lucidum de coloración sumamente verde, con contrastes amarillos, naranjas y ocres, que se reflejaban al darles el sol por atrás a las hojas con forma abananada, ya que el sol había salido, aquel día, por el este. Nunca se sabía con exactitud desde cuál punto cardinal iba a aparecer el astro rey, qué digo rey, el astro emperador de su propio sistema, que salía casi siempre por el este pero no siempre era así, casi siempre salía también por el oeste, y esto era motivo de un profundo estudio de parte de muchos estudiosos; estudio que, como todos los estudios conocidos hasta el momento, no servían para nada y no le interesaban a nadie, y nunca se sabía nada de nada, ni siquiera del sol, del cual se desconocía su lugar de aparición, a pesar de los esfuerzos ingentes (y con mucha gente) de la Academia Nacional de Estudios Superiores, que entre sus vastas materias de estudios incluía la de “Salideras y entraderas de estrellas y otros objetos estelares”. Pero cuando el Sol salía desde el este era maravilloso: Todo el océano se teñía de colores vivos y llamativos, los peces dentados, las anguilas eléctricas, los pejerreyes, los laudonios, los gambertoli, todos saltaban por encima de las olas blancas y amarillas y todo eso, sumado al agua, era un espectáculo difícil de describir en palabras de un idioma como este, incompleto, inconcluso, imposible de hablar y de describir cuando se trata de un fenómeno de tamaña magnitud como la salida del Sol. Por eso me gustaba salir a caminar por las mañanas, era un auténtica lotería. Pero todo se opacó cuando lo vi venir al insoportable de Abdul Zongo, con su consabido maletín azul, revoleándolo en la mano izquierda como si fuera el maletín de alguien que no está en su sano juicio, elevándolo por el aire, soltándolo, haciéndolo girar sobre su centro de gravedad y atajándolo con la otra mano, justo de la manija, con una destreza envidiable pero, a la vez, inservible, como saber hacer pereiras con los dedos del pie. Pero esa era su forma y su característica, su personalidad, su estúpido estilo. Abdul era un poco estúpido, sin embargo se las rebuscaba bastante bien corriendo bolsos.
Ni bien me vio, desde lejos, enfiló sus pasos directamente hacia mí, y cuando me tuvo tan cerca como para no gritarme, me gritó a viva voz:
“Buenos días Doctor Anthony, qué alegría que nuestros caminos se entrecrucen en esta mañana radiante, qué gran felicidad, aunque la felicidad nunca es completa y son momentos, como este, los cuales hay que saber aprovechar, sin simular. Jamás hay que simular la felicidad, no sirve para nada, sólo para hacerte sentir peor.” “Buenos días Abdul. Gracias.”
Enfrente, un grupo de portorriqueños protestantes se agrupaban alrededor de un guía de turismo, que esa mañana los llevaría, quizá, a alguna excursión de las habituales, a Punta Rombo, a Puerto Tetraedro, donde se daba mucho el avistaje de probostres, que siempre era un hecho único en el mundo, al menos en el mundo conocido. Puerto Tetraedro estaba, en esta época, hasta las tetas de probostres, que venían a desovar, y ponían unos huevos grandes como un Escania 11-14 sin acoplado. Los portorriqueños lo ocupaban todo, la vereda, los edificios, la tierra, el aire, absolutamente todo. Invadían cada espacio, por eso nosotros, los lugareños, nos poníamos de muy mal humor cuando llegaban los turistas portorriqueños.
Además, ya llevaba tres largos meses tratando de resolver el cubo de Rubik, sin resultados no negativos. Estaba enojado.
Continuará…

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