Página de cuento 761

Kachavara For Ever – Parte 4

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

Estando adentro del remís, a salvo de mi tía Chola, quien había prometido matarme mientras el auto se alejaba de ella y de sus dientes extraídos, tuve tiempo de pensar un poco y hacer una pequeña evaluación de la situación. Pude ver la excéntrica decoración del remís, o remise, no estoy seguro de cómo se escribe, en este idioma, la palabra que representa a un automóvil de alquiler, nunca taxi. Adelante había una pequeña escultura del Gauchito Gil pegada con una sopapa al vidrio delantero. A su lao, una espiga de trigo y la foto de Ceferino Namuncurá, el santo. Hacia el flanco derecho, cerca de la palanca de velocidades, una fotografía de dos niños abrazando un iraola plástico, y tres anselmos a los lados. Todo era rojo y dorado, encandilaba.
Cerré los ojos, necesitaba concentrarme. Me sentía asfixiado y liberado al mismo tiempo. El caño de escape estaba roto y toda la combustión se iba al interior. Respiré gases del escape, eran mejores y más sanos que el horrible perfume del chofer, una asquerosa colonia importada de República González, un país limítrofe tan pobre que no sé.
“Disculpe buen hombre, ¿cómo se llama?” “Salif Yacouba para servirle.”
De golpe la calle se llenó de segistomes estériles autorreproducibles, unos verdaderos abortos de la naturaleza que no paraban de chillar, siempre apuntando sus antenas al sol, cual si fuer girasoles locos giratorios. Eran inofensivos los segistomes, casi domesticables, pero sumamente molestos, ruidosos y con un feo olor a materia orgánica animal en plena descomposición.
Estos tres olores se mezclaban para formar un todo indiviso de aroma ominoso, una alegoría de la tragedia. Mi mente viajaba entre el miedo y la indecisión, al parecer los volcanes Kirya pronto iban a explotar del todo, como si nuestra ciudad fuese una nueva Pompeya, estática y atrapada por una muerte anunciada.
“Dígame Salif, ¿falta mucho para llegar a la calle Ibru? Estoy un poco apurado y aquí dentro hay un olor horrible a perfume gonzalino y combustión. ¿Porqué no se baña?” “Ya estamos llegando sahib, ia iegando aiá ia iegamo” “¿Y acerca del baño?” “Tendría que hacerlo en breve. Si bien usted ya sabe lo caro que está el litro de agua, y ni hablemos del hielo.” “Mire, me importa un bledo el precio del agua, en mi condición de funcionario público del estado meganacional tengo acceso gratis a todo tipo de líquidos que contengan hidrógeno y la mitad de oxígeno, por lo tanto, y al estar por completo desinteresado en el bienestar de los demás, que a usted le cueste el agua me tiene sin cuidado, aunque igual, estando acá adentro, me lo tengo que respirar todo, me lo tengo que nariguetear por completo. Menos mal que ya llegamos. Me bajo acá. ¿Cuánto le debo buen hombre?” “Son 25 maidanas más la propina, gracias.” “Okey aquí tiene. Chauchis.”
Le tiré 35 maidanas al turco. Después de todo, me había salvado de mi tía Chola y del moyano enajenado y rabioso. Caminé unos pasos y llegué al edificio de Alkoma Ibru 343. Allí, en el quinto “D”, vivía, los lunes, ella: la hermosa y esbelta Brigitte Mamadou. Era tan pero tan linda, que su sola presencia iluminaba todo, incluso de día, resplandecía más. Toqué el portero eléctrico, que se estremeció, confuso y sorprendido, bajo mi índice. Desde el parlante interno del portero, un rango medio de cinco pulgadas, sonó su inconfundible y dulce voz: “Siiiiiii, ¿Quién eeeeeeesssssss?” “Hola Brigitte, soy yo, Anthony, Anthony Kachavara. ¿Puedo pasar, o estás ocupada?” “¡Kachavara! Lo haría pasar, pero en este momento estoy platicando con dos viejos amigos de la secundaria que me vinieron a visitar. Si a usted no le molesta, pasá nomás, o no pase, o pase no sé, no sé, no sé. ¡Bueno! ¡Allá va, qué tanto!”
Sonó la chicharra de la puerta “cierra sola” y entré. Estaba temblando.
Continuará…

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