No hay peor silencio que el silencio de un bar en soledad

Por Javier Arias

Placa placa placa placa… Como un mantra que lo acompañaba a donde fuera. Placa placa placa placa… La banda de sonido de su vida. La pequeña valijita golpeando contra las baldosas, contra las uniones del asfalto, contra su cerebro.
La puerta se abrió a su paso y el placa placa placa placa se ahogó en ese murmullo de Golem del aeropuerto. Millones de voces, de risas, de gritos y de llantos de despedidas se aunaron para acallar por un rato su ritmo vital. Pasó entre los ojos anónimos,apenas conciente de esas miradas entre fascinadas y aterradas que a veces le dedican. Más allá de los controles, la sobrecargo lo recibió con un gesto gélido, le dijo que desde la torre estaban reclamando el horario, que hacía quince minutos que debían haber entrado en pista. No se detuvo a responderle, le tendió la valijita y entró a la cabina.
Un vuelo más, una ciudad más. Londres, Manila, Paris, todos los aviones son iguales, todos los aeropuertos son iguales. Los mismos murmullos, los mismos colores, el mismo placa placa placa placa, que lo acompaña hasta el hotel designado. Todos los hoteles son iguales, todos los bares de los hoteles también.
Frente a la barra pide el primer escocés. De repente se da cuenta que efectivamente está en Escocia y sonrié lánguidamente con la infantil coincidencia. El barman le pregunta cuál quiere, sin palabras señala el primero del estante a sus espaldas. Se da vuelta y descubre que está solo en todo el bar. Eso sí que es una sorpresa, más que estar en Escocia. Mira entre las mesas desiertas y no encuentra a ese médico perdido del congreso, tampoco a la pareja de trampa, escondiéndose de esposos e hijos en un pub de hotel, ni siquiera al grupo de japoneses, eternos habitués con sus vasos enormes de jugo o cerveza en la mano. Nadie.
Se levanta, pregunta dónde se puede fumar y el barman le señala una puerta que da a un minimalista balcón. Tampoco ahí hay nadie. Prende un cigarrillo y mira la hora, no son mucho más que las once de la noche, un horario donde al menos debería haber una prostituta buscando el pan de cada día.
Vuelve al salón, se acoda a la barra y llama de nuevo al barman, que parece no tener muchos deseos de conversar. Le pregunta si el hotel está en alguna especie de cuarentena de borrachos o si finalmente llegó el apocalipsis zombie, siempre le pareció un chiste tonto pero efectivo. El barman no es de la misma opinión, apenas lo mira, se da vuelta para acomodar el vaso que tenía en la mano y cuando vuelve a hablarle le pregunta a qué se debía la duda. El piloto le devuelve la mirada, sin saber muy bien si el barman lo estaba tomando en serio o si estaba bajo los efectos de algún tranquilizante de esos que dice que no hay que manejar máquinas pesadas al consumirlos. Hace un gesto con la mano, cubriendo con la palma en un gran semicirculo todo el bar en silencio. Por esto, le responde, porque soy el primer whisky de la noche, porque esta noche no parece que vayas a recibir más de una propina, a eso se debe mi duda, amigo, le responde. El barman sigue mirándolo un rato más y le dice que ese whisky iba por la casa, porque seguramente no sería el último, que él también iba a servirse uno, y también lo iba a cargar a la casa, y que brindarían juntos. Que él volvería a su casa pasada las dos de la mañana, cuando todos ya hubieran terminado de cenar, pero que le habían prometido esperarlo para saludarlo antes de acostarse. Pero la cama del hotel debía estar muy vacía como para volver sin siquiera haber compartido un trago con un extraño.
Volvió con otro vaso, lo sirvió lentamente, lo levantó y esperó a que el piloto hiciera lo suyo. Chocó el cristal, apuró el trago y le dedicó una triste sonrisa diciéndole feliz Navidad. Dejó la botella junto a los dos vasos y volvió a sentarse a la caja, para no volver a levantar la vista.

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