UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Tareas pendientes

Por Javier Arias

Las cajas llevaban años de olvido en el fondo del desván. La capa de polvo hubiera hecho desistir a más de uno, pero tenía que terminar esto, no podía seguir dejándolo pasar. Ya hacía tres años que Don Federico había partido a mejor vida y no tenía sentido seguir guardando todas esas cosas que él mismo no había tocado en décadas.
Encaró el trabajo metódicamente, buscó los guantes, se vistió con unos viejos jeans y una camiseta desgarrada y comenzó a sacar el polvo con la aspiradora de las cajas más cercanas. A las dos horas ya tenía bastante despejado el camino y a las cuatro el desván estaba casi vacío. Lo que no estaba vacío era el comedor, ahora ocupado de cajas de cartón de ventiladores, detergente y viejos televisores llenas vaya uno a saber de qué.
Terminó de limpiar el desván y volvió a la casa. Miró un tanto desconsolado el pequeño infierno de cartón, se sirvió un whisky en ayunas y abrió la que tenía más cerca. Papeles, facturas, revistas viejas. Sabía que debería revisar una por una, pero esa tarea se la dejaría a otra encarnación, empujó la caja hacia un costado decidido a tirarla así como estaba.
La segunda contenía fotos, muchas fotos. Esta no podía tirarla, por más que nunca se había llevado del todo bien con Don Federico, su padre el doctor, entendía con una especie de conocimiento ancestral que tirar esas fotos era casi un pecado inconfeso. La empujó hacia otro costado, el costado de las de revisar más tarde, seguramente con el tercer o cuarto vaso.
Estaba anocheciendo cuando el comedor estaba partido en dos, casi como un valle de papel, cajas y cansancio.
Sentado en un sillón, increíblemente libre en medio de la batalla, miró ambas columnas y suspiró, maldijo el momento que había decidido perder el domingo con ese orden que al final de cuentas nadie se lo había pedido ni nadie, mucho menos, le agradecería. Por lo menos ya sabía que toda esa porquería, la que estaba casi impidiendo el paso a la entrada principal iba a ir directamente al contenedor que le había habilitado Juan, el vecino de la Partner de al lado.
La otra columna… Bueno, la otra columna era otro tema.
Mientras sostenía el vaso golpeando suavemente los cubitos abrió la que tenía más cerca, sin levantarse del sillón. Papeles, ¿qué otra cosa iba a encontrar?, más papeles. Fue a buscar una bolsa de consorcio de la cocina, acercó más la caja al sillón y se sentó ya sin el ímpetu de la mañana. Hacia la mitad de la caja tocó algo más duro que los folios que venía sacando. Miró con un poco más de cuidado y vio que ya no había papeles, esa segunda mitad eran discos. Se extrañó, no había visto nunca un equipo de música en lo del «doctor», de hecho, ahora que lo pensaba, no recordaba haber escuchado nunca en esa casa más sonido que el del televisor, sintonizado invariablemente en Crónica TV.
Ya con un poco más de cuidado comenzó a sacar los discos, hizo un lugar en la mesa ratona que tenía enfrente y empezó a apilarlos mientras miraba las portadas cada vez más sorprendido. Al tercero tuvo una fugaz visión, uno de esos recuerdos que aparecen sin avisar, ocultos en años y años de tierra que ven la luz sin pedir permiso. No era del todo cierto que nunca había escuchado música en la casa de su viejo. Levantó la vista y lo vio sentado en la otra punta, ya no era Don Federico, sino papá, con unos auriculares enormes en la cabeza, los ojos cerrados, una media sonrisa en su rostro y la mano sobre un tocadiscos de tapa transparente.
Sin pensarlo, empezó a abrir las otras cajas ya sin cuidado. Casi al final encontró lo que estaba buscando, ese tocadiscos de tapa transparente que había olvidado completamente. Empujó las cosas que había sobre la mesa volcando sin ver lo que quedaba del whisky de su vaso, un par de cubitos rodaron hacia un rincón. Estiró el cable rezando que el viejo armatoste todavía anduviera. La pequeña luz se encendió, como una pálida esperanza.
Rebuscó entre los discos, el olvido se iba disipando como una leve telaraña cortada con un sentimiento que hacía mucho tiempo había perdido. Ahí estaba, la cubierta gris con la foto en el centro que de repente se le hizo absolutamente vívida en su retina. Con las manos temblorosas levantó la tapa y colocó el disco como si lo hubiera hecho mil veces. Apoyó la púa suavemente y la casa se llenó de la voz de Gilbert O’Sullivan y sus ojos se llenaron de lágrimas. Sentado en los brazos de papá, mejilla contra mejilla, compartiendo ese aparatoso auricular, sintiendo el perfume de su loción para después de afeitar, los brazos sobre su pecho y los ojos también cerrados, siguiendo el ritmo acompasado con la pierna, colgando entre sus piernas gigantes.
Y la canción se acabó, el silencio volvió a inundar la habitación. Algo pasó con el viejo aparato y dejó de funcionar. Sin abrir los ojos supo que no iba a arreglarlo, que ya le había regalado su último esfuerzo.
Terminó de acomodar todo, el contenedor del vecino de la Partner quedó atorado de cajas. Limpió concienzudamente el comedor y todo quedó como había comenzado la mañana.
Antes de cerrar la puerta miró por última vez hacia el contenedor, estuvo a punto de regresar, pero dio la vuelta y trabó la cerradura.
En el comedor aún rebotaba el eco de Alone again.

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