HISTORIAS CURIOSAS PARA CONTAR EN DÍAS DE LLUVIA

De libros, libreros y runflas que se menean

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

La semana pasada, fiel lector, le conté de algunas excentricidades de nuestro idioma, que a pesar de ser tan vasto y amplio, igual deja que sigamos incluyendo en nuestro vocabulario esas frases en latín, que tan bien le sientan a la verba de los abogados como dolores de cabeza nos trae a nosotros, los pobres legos de esa lengua que bien muerta está.
Pero a lo hecho, pecho, que la realidad es una y no vamos a andar atacando a todos los molinos de viento que se nos crucen, por más defensores del Quijote y la pluma acertada del manco de Lepanto que seamos. Si quieren seguir hablando en esa jerigonza inentendible de gente que andaba contando las cosas a fuerza de palitos, allá ellos, que nosotros nos defenderemos a lunfardo limpio, que será menos paquete, pero es mucho más criollo.
Pero hablando de idiomas y escritos quisiera traerles hoy, atentos lectores, algunas historias por demás interesantes sobre libros y libreros, las que harán seguramente las delicias de las sobremesas cada vez más extensas en esta primavera que se nos ofrece cálida y propensa a los arrebatos.
Por ejemplo, el caso de los pintores que murieron pobres y luego sus obras se vendieron por millones es un dato sumamente conocido, pero el mundo de la literatura también tiene sus bemoles. Como el caso del gran Honoré de Balzac, sin lugar a dudas el padre del realismo francés, que se pasó media vida procurando un puesto en la Academia Francesa de la Lengua, pero nunca lo consiguió, o la historia de Émile Zola, el mayor exponente del naturalismo francés, a quien cierto profesor de literatura engalanó su cuaderno con un portentoso y poco premonitorio cero.
Otro dato que es vox populi –me cache, caí en la trampa vilipendiosa del latín- entre libreros y aficionados es que, por lo general, los libros más conocidos son habitualmente los menos leídos, y no nos referimos justamente a las grandes obras de Sócrates, que por lo que sé sólo han tenido un lector y fue casualmente presidente de Argentina. Una competencia entre Borges, Bioy Casares o el mismo Zola y cualquiera de los últimos betsellers nos darían cifras por demás alarmantes.
Otra historia, que aunque conocida, no deja de ser interesante es la de Kafka quien, según cuenta la leyenda, poco antes de morir le pidió a su amigo y albacea Max Brod que se encargase de quemar concienzudamente sus manuscritos no publicados. Obviamente el bueno de Max hizo caso omiso de tamaño desatino y legó a la humanidad piezas como El proceso y El castillo.
Y si hablamos de números podemos acotar, casi sin miedo a equivocarnos, que los libros más antiguos conservados son Los manuscritos del mar Muerto, descubiertos en 1947 y que datan de los años 225 a 220 antes de Cristo y la Biblia en griego de los siglos III a IV de nuestra era. El British Museum –quién sino- terminó pagando –esto sí que es sorpresa- cien mil libras a Rusia en 1933 para terminar acunándolo en sus estanterías.
Con respecto a las enciclopedias, esos mamotretos que nos legaron los franceses del siglo XVIII con Diderot a la cabeza, también se cuecen habas, o por lo menos se escriben rankings; la más antigua es la Speusippe, proveniente de Atenas del año 370 antes de Cristo. La más gruesa, no apta como lectura en la cama por cierto, es El gran tesoro del reino de Yung-Lo, que cuenta con 22.937 capítulos desarrollados en 11.095 volúmenes. La misma fue escrita por más de dos mil ilustrados entre los años 1403 y 1408 y publicada en China en 1728.
Pero volviendo a los libros, y si alguno de ustedes tiene una biblioteca que se lo aguante –y monedero que lo pague- puede obtener el libro más grande que existe, el cual reside en la ciudad de Denver, Estados Unidos, que tiene 300 páginas de oro y mide 2,75 por 3,07 metros y pesa la friolera de 250 kilogramos.
Más al oriente están sus tres contrapartidas, en Escocia tienen un ejemplar de El viejo Rey, que mide un milímetro de alto por otro de ancho, en Francia un Misal de dos por 1,2 centímetros y en Tokio, la Historia de la hormiga Ar que mide apenas 1,4 milímetro de ancho por otro tanto de alto, listos para quemarse las pestañas, casi literalmente hablando.
Pero si de distancias estamos hablando, las palmas se las llevan los poemas Los Manas, que son unos cantos épicos Kirghizos, escritos en 1958, que contienen 500.000 versos. O las novelas Los hombres de buena voluntad de Jules Romains, veintisiete tomos, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, con más de un millón de palabras distribuidas en siete tomos de ajustada verba –y todo por el sabor de una madalena-, o
La Compañía de Hielos de Georges-Jean Arnaud, que escribió entre 1980 y 1992, completando 62 tomos con 11.000 páginas.
Pero si tanta letra no le alcanzó, perseverante y paciente lector, puede entrarle sin miedo a las biografías de Winston Churchill que tiene 4.832 páginas o la de Martin Gilbert, con 19.000 de ellas. Por lo visto es gente que realmente ha recorrido un largo camino, muchachos.

Nota del autor: Datos extraídos de las páginas web http://humoradas.blogspot.com y http://www.juntadeandalucia.es

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