Página de cuento 766

Kachavara For Ever – Parte 9

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

Podríamos arriesgar una conjetura en estos casos, basada en un repentino ataque de celos de parte de ambas, disimulado detrás de un aparente sentimiento de odio mutuo. Pero no, Mahama y Brigitte no se odiaban. Antes bien, se tenían una gran simpatía en un amplio sentido, pero evidentemente mi presencia subrepticia en aquella cocina les había despertado sus instintos más violentos. Mientras tanto, los Ofori miraban, se miraban entre ellos, se reían, se babeaban y festejaban cada tirón de mechas.
“¡Bueno basta!” Grité con un profundo desequilibrio buco-mental. “A ver si sí. ¡Já! O sea.”
Brigitte se detuvo en seco en medio de la pelea, estaban ambas tomadas de los hombros, y me miró salvajemente, con la hermosísima enajenación de la mujer bella y airada, con la exótica y sauvage belleza de la chica a la que se le corrió la pintura de los ojos por la transpiración, y un hilo de sombra negra se va diluyendo en su mejilla roja, y el pelo, otrora estilizado, ahora desaliñado, cayendo por sobre sus ojos que miran con un mirar felino. Destilaba furia por la comisura de sus labios y de sus pechos tan montesinos. De repente comenzó a gritarme entrecortadamente, como suplicándome que la escuchara, al compás de su respiración agitada: “Méndez, Méndez, McFadden, Coker, Stanley, Stainless, Stanislao!!”. No cabían dudas, Brigitte había entrado en trance, siendo poseída por el demonio trapatrani, que habita en las cavidades más profundas de nuestro subconsciente y que aflora siempre en momentos de locura irracional.
Salí corriendo de la cocina, empujé con fuerza a los hermanos Ofori que fueron a dar, con un golpe ampuloso, contra otro cuadro de la famosísima pintora Fatima Ibrahim que Brigitte tenía colgado en un ala de su espacioso living, en medio de jamones, chorizos, salamines, sopresatas y otros amables chacinados que colgaban por doquier, a manera de ornamento post-colapso termonuclear, cosa que el mundo había perdido y olvidado. Pero los jamones eran la prueba viviente de que alguna vez aquí, en este planeta devastado, hubo un chancho rosado y rozagante que correteaba por el campo como una gacela carnosa y asquerosa, embarrada en estiércol, y que había sido sacrificado para homenajear al gourmet. Y los chori, las morci, los chinchu, las trips gords, todo disecado y fortalecía su coloracióncon un barniz marino brillante obtenido de las profundidades del Mar TransSoviétrico. Y allá habían quedado los Ofori, como dos marionetas a las que se les hubiesen roto los hilos, rodeando el cuadro de Fátima, que a la sazón representaba un momento cálido y despreocupado en los valles secretos de la campiña bengoechense, muy verde, muy azul, muy roja, con plantas de clocloteros por doquier, esas que dan aquel recordado e inmaculado fruto, el cloclo, que se machaca hasta lograr la pasta del cloclo, una pasta base, que se usaba para fumarlo en pipa después de los ceremoniales de alabanza al Dios Peralta hasta quedar del bonet. Y había pasto, pasto, mucho pasto, polipasto. A la izquierda, árboles torcidos de la familia de los guzmanes, desde la rama paterna, y de los zamoranos desde la otra rama que nunca se podaba. Y en medio de toda esa exuberante vegetación animal, unos elefantiásicos culos color pastel, pastel de zarzamora, de fresas, de frisas, de de de de … perdón que escriba tan rápido, no me puedo contener, es un tic nervioso, una convulsión casi desenfrenada que tengo que me hace teclear compulsivamente sobre esta vieja ipad con android del año del jopo.
Y allí quedaron, luego del golpe sorpresivo, los hermanos Ofori, tirados debajo de uno de aquellos traseros culeiformes e intencionalmente dejados así, como al pasar, en el lienzo incunable de la reconocida fileteadora Fátima de las Mercedes Ibrahim.
Continuará…

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