UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Siempre en otoño

Por Javier Arias

Gira y gira y gira, casi como la vida, como un perro neurótico alienado en pos de su cola. Gira y no para, apunta a uno, a otro, a ella, a mí, a él. Gira, loca la botella y sigue girando, no se detendrá nunca más. Gira, y las sonrisas nerviosas esconden deseos ignorantes de sí mismos, gira y apunta, y olvida, y vuelve, y parece que el tiempo se detiene en un baile de cristal de gaseosa, protagonista involuntaria del aquelarre de hormonas desatadas.
De pronto el hechizo se va desvaneciendo y la botella los devuelve a una realidad atroz, el movimiento se esfuma en una certeza ineludible. Las miradas de ambos se cruzan por un segundo entre las risas nerviosas que en un segundo los rodean y los aislan en un vacío de pubertad.
Se incorpora a duras penas, apoya la mano en el piso de cemento y se estira sobre la botella condenatoria y casi sin ver la mira de nuevo. Ella sigue con los ojos fijos en sus manos que se retuercen en silencio y en ese momento comprende, en apenas un segundo, en una décima de segundo, en un instante infinitesimal, con un sólo gesto, con esas risas que lo envuelven, el significado cabal, completo, histórico, genético del rechazo.
Sabía que no debía hacerlo, todas sus células se lo estaban diciendo, cada uno de sus poros tenían la conciencia absoluta del desatino, pero él igual se siguió estirando. Las alarmas sonaban en todos sus nervios, luces rojas titilantes, sirenas de emergencia clamando desesperadas en sus tímpanos. Escuchaba la voz de su mamá diciéndole que no bajara del coche, la voz de su papá que no corriera por la medianera, hasta voces que aún no conocía, que dejara todo como estaba, que se echara a reir, que se enojara, que mirara para otro lado, que afirmara que todo esto era una estupidez, que se fuera, que retrocediera, que huyera. Cerró los ojos y se acercó más, sintió el olor de su cabello, como lo había soñado mil veces. El calor tibio de su piel casi sobre sus labios, el cosquilleo perturbador del vello adolescente. De repente las alarmas desaparecieron, las sirenas se callaron, los destellos rojos se transformaron en una luz brillante que los bañó a ambos en un amanecer dorado y la brisa marina le despeinó el pelo, todo fue perfecto, por un instante. Cerró con más fuerza los ojos, tratando de conjurar así al destino. Selló en su boca un anhelo profundo y secreto, íntimo y voraz. Con el último aliento besó el aire.
Las risas volvieron a despetarlo. La botella seguía ahí, señalando un lugar vacío de la ronda. La vio correr entre los eucaliptos. Y nunca más pudo olvidarla. Ni a ella, ni a esa carrera desenfrenada levantando nubes de hojas alargadas y secas. El tibio de su piel se repitió en cada desengaño, el aroma de su cabello de ébano lo acompañó en cada cita incumplida, en cada promesa olvidada y su nombre fue el nombre que repitió cada vez, mirando todas las botellas que giraron en su vida, apuntando siempre a un espacio en blanco.

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