UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Sólo un día más

Por Javier Arias

Y un día se cansó de discutir. Se despertó a la mañana y miró, desde la cama, cómo el sol entraba por las persianas rayando la pared del cuarto y la escuchó haciendo cosas en la cocina y decidió no discutir más. Cuando entró a bañarse le respondió que sí, que quería un café y tal vez se demoró demasiado bajo el agua. Se afeitó con el vapor de la ducha, adivinando su rostro en el espejo y salió ya vestido. Ella ya había terminado su desayuno y estaba levantando la mesa, lo miró con reproche y le dijo que se había tardado mucho. Él respondió que era cierto, lo lamentaba, no se había dado cuenta y tomó el café a las apuradas, entre sus brazos que se multiplicaban levantando las tostadas, el dulce, la manteca y hasta el mantel.
Llegó a la oficina caminando, hacía frío, pero ese era un día especial. Lógicamente, llegó tarde. Su jefe, el ingeniero Estevez, lo miró pasar y atinó a decirle algo, pero él se apuró a disculparse, que el colectivo nunca había llegado y que había venido a pie.
Hizo su tarea casi en silencio, salvo cuando Cristina, la secretaria del jefe, vino a decirle que Estevez estaba pensando en despedirlo y que que siguiera llegando tarde no era un hecho que ayudara mucho en su situación. Le contestó con un monosílabo, el ok se perdió entre los papeles del escritorio. No levantó la vista, es que él había decidido no discutir más.
Al mediodía bajó a comprar una ensalada, la comió sobre el mismo escritorio, corriendo a un costado los balances de La Fiorella que tenían que estar listos para la tarde. Cristina apareció de nuevo para decirle que a Estevez no le gustaba que comieran en la oficina, mucho menos ensaladas de huevo, que dejaba mal olor. Él no le dijo que Estevez no estaba, que seguramente estuviera comiendo con su amante en el hotel de al lado y que también seguramente no volvería hasta dentro de dos o tres horas, cuando el olor a huevo ya se habría evaporado, porque hoy a la mañana, cuando se despertó, había decidido no discutir más. La miró en silencio, volvío a repetirle un lacónico ok, y terminó la ensalada.
Volvió caminando, lógicamente tardó un poco más que lo normal. Su mujer estaba sentada en el living con una amiga. Cuando entró le reclamó la demora, que Estela lo estaba esperando desde hacía media hora para que la ayudara con ese problema con su empleada, que ayer le había comentado. Él no discutió, había decidido eso, no le dijo que jamás le había dicho nada ni de Estela ni de la empleada de Estela.
Se sentó frente a la amiga de su mujer, explicó que el colectivo nunca había venido y le preguntó cuál era el problema. Estela empezó a describirle la paupérrima situación de su negocio, que la crisis la estaba matando, que el cepo a las importaciones era un desastre, que ya no sabía que hacer, que nadie entraba a comprar nada y encima la chica esta le había pedido aumento y realmente se la quería sacar de encima y no sabía cómo despedirla sin gastar plata. Él no le respondió que todo el mundo sabía que Estela era un desastre, que vivía maltratando tanto a su empleada como a los mismos clientes, que ya nadie entraba porque nunca tenía nada de lo que se le pedía y si lo tenía era un suplicio soportarla con su mala onda. Tampoco le contestó que la empleada tenía razón en pedirle aumento, que lo que le pagaba era ridículo hasta para un trabajador esclavo. Él había decidido no discutir más. Le dijo que no era posible despedirla sin pagarle indemnización, que había leyes y algunas había que respetarlas. Estela descubrió la pizca de cinismo que había querido ocultar en sus palabras y le respondió de mala manera, que él era tan corrupto como cualquier otro, que el gobierno tenía la culpa de todo esto y que él seguramente lo defendía porque había llegado a algún tongo con los impuestos. Pero él, él había se había prometido no discutir más. Le sonrió y le dijo que a veces se ganaba y a veces se perdía, y que lo disculpara, pero tenía que ir al baño, que la ensalada de huevo le había caído pesada. Escuchó a Estela diciéndole a su esposa que no sólo era egoísta sino un asqueroso. Su esposa le dio la razón y le sirvió otro té.
Miró nuevamente la persiana, por la cual se entreveía el farol encendido de la esquina. Escuchó a una pareja que se detuvo debajo de la ventana, discutían, se insultaban, se reconciliaban, se amaban, justo debajo de su ventana. No levantó la cabeza de la almohada. Finalmente se fueron. El silencio volvió a completar la noche. Y se durmió satisfecho, había decidido que mañana dicutiría por todo.

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