UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Cerrando el telón

Por Javier Arias

Y un día se murió de vergüenza ajena. Toda su vida se la había pasado yendo a ver películas de amigos, conocidos y parientes y saliendo de la oscuridad del cine con un nudo en el estómago, de esos nudos que a veces lo impulsaban a reir, otras a sumirse en el más profundo de los silencios, pero que nunca lo ayudaban a cruzarse con nadie en los pasillos hasta la calle.
Había ido a miles, cientos, de obras de teatro con diálogos apestosos, declamatorias inconsistentes, puestas minimalistas, un banco y un biombo, monólogos artificiales y gestos plastificados para luego poder escapar al aire libre esquivando las preguntas de rigor.
Había leído millones de poemas, atragantándose las páginas sin entender nunca nada, buscando desesperádamente la armonía, el ritmo, la belleza, y sólo había encontrado tedio, pomposas palabras inventadas, creadas para la ocasión. Había sonreído frente a la firma de las portadas, y había dado palmadas en la espalda, había dado muchísimas palmadas en la espalda.
Había recorrido kilómetros de muestras artísticas; paredes y paredes cubiertas de grabados, dibujos, óleos y pasteles, formando un mural eterno de colores innecesarios, secuestrados inocentes de sus tubos y paletas. Y había felicitado, dado besos y abrazos y tomado mucho, mucho vino, y había comido muchos, muchos canapés, buscando ocultar en su tibieza el frío que sentía por dentro y en las manos.
Había alabado esperpentos escultóricos que ofendían cada centímetro cúbico que ocupaban del aire puro. Había caminado millones de escalones elogiando casi sin mirar a los ojos los ángulos al vacío, los espacios pretenciosos, las ventanas a la nada. Había escuchado años de demos y presenciado mil quinientos lanzamientos, haciendo oídos sordos, ojos ciegos y voces mudas antes la imperiosa necesidad del silencio purificador.
Había vivido una vida sufriendo la militancia al buen tipo, defendiendo la honradez sobre la eterna perpetuidad de la belleza. Había calmado su hastío a fuerza de amor a la obra del prójimo. Había ponderado, encomiado, ensalzado y enaltecido bodrio tras bodrio, calamidad tras calamidad, siempre en busca del bien último, de aquella pizca de esperanza al final del camino, de ese destello de genialidad que se escondía detrás de cada lienzo, de cada telón, de cada página, pero que perennemente se evadía como el rocío frente a las primeras luces de la mañana.
Pero una noche, en la profundidad de una platea desierta, cuando ya todos se habían ido y ese biombo se mecía solitario, y las voces ya apagadas de las musas jubiladas dibujaban figuras en su ausencia, terminó por convencerse que su vida había sido una larga y tediosa y repetitiva e inexcusable mentira, que ese destello nunca había existido y lo que decía ese buen tipo arriba del escenario nunca había sido trascendente y jamás lo sería. Y bajó la vista, ya no quiso mirar, no quiso mirar más. Y se acurrucó en la butaca de su historia, se abrazó las piernas aterido y murió de vergüenza ajena.

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