UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

No todo es lo que parece

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Este martes volví de un viaje, largo, hermoso, extenuante, enriquecedor, como todo viaje tiene que ser. Es probable que luego se transforme, como ya algunos me piden, en otras aventuras de los Lampeduzza; definitivamente tiene material para hacer de la vida de Atilio y su familia un verdadero caos maravilloso.
Pero, más allá que finalmente o no plasme esas experiencias en otro capítulo Lampeduzza, quiero contarles hoy la última de las anécdotas de este viaje, porque me dejó pensando en el camino de vuelta.
Todo regreso es demoledor, en muchos sentidos, tanto físicos como espirituales, y este no fue una excepción. El vuelo había sido calamitoso, gente vomitando en los pasillos, otras gentes peleándose a los gritos y revoleando trompadas en otros pasillos y uno en el medio, tratando de hacer oídos sordos para cerrar los ojos y acomodarse en ese espacio diminuto que nos entregan las aerolíneas a razón de onzas de oro por centímetro cúbico.
Y luego, migraciones, y luego esperar las valijas, mirando ese carrousel de bártulos ajenos que gira sin principio de fin ni continuidad.
Y de repente aparece ella, rozagante, como si nada hubiera pasado desde que la abandonamos hace catorce horas y diez mil kilómetros atrás. La distinguimos desde lejos y a coro, entre todos, la mentamos, celebramos su presencia y la esperamos con los brazos abiertos, para arroparla en nuestro regazo y tratar de salir de ese centro de maníacos que algunos llaman aeropuerto.
Y ya más calmados, pero igualmente sufridos, encarar la última fila de aduana para alcanzar el colectivo que nos lleve a casa; en nuestro caso, a otro avión, por esto de la centralidad de nuestro bendito país, pero ese es un tema para debatir en otra oportunidad.
Todo joya, nunca taxi, pero, es justo en ese instante que todos nuestros miedos se hacen realidad. Siempre me sorprendió la mecánica de sacar las valijas del aeropuerto. Porque uno, cuando las despacha, recibe un consiguiente taloncito con un número que asegura que esa valija que se escapa solita entre millones de otras parecidas en un sinfín de andariveles, es la nuestra. Y nos habilita a reclamar si algo le pasa. Pero, al final del trayecto, cuando llegamos a nuestro destino, cada uno va y levanta lo que cree que es suyo y se va lo más campante, sin nadie que se ponga a fijar si esa valija, con ese numerito adosado, es efectivamente nuestra. Nadie, nunca. Porque, ¿quién se va a robar una valija ajena? ¿Y si está llena de calzoncillos sucios? ¿Y si es de un terrorista trasnochado que se olvidó una bomba adentro sin explotar?
Bueno, la cosa es que cuando estábamos a punto de subir nuestra bendita valija, enorme ella, pesada ella, gris y anodina, pero definitivamente única, vemos que tiene una etiqueta colgando de una manija que nosotros no le habíamos puesto. En nuestros rostros se refleja el terror. Terror que se confirma cuando, ya perdido el colectivo, corroboramos que la clave de la cerradura no responde, ratificándonos, que a pesar que esa valija era muy parecida a la nuestra, tan grande como la nuestra, tan pesada como la nuestra, tan gris y tan de la misma marca y tamaño como la nuestra, no era la nuestra. Y si esta valija no era la nuestra, ¿quién cornos la tenía?
Podía ser una italiana en viaje a Córdoba, podía ser un jujeño en viaje a la Quiaca, ¡podía ser cualquiera de cualquier lugar!
No voy a aburrirlos con el proceso de volver a ingresar al sector de despacho, que incluyó miradas de gato con botas a una muy sensata agente de seguridad y una menos decorosa carrerita hacia el sector de las valijas perdidas. Sólo voy a decirles que la providencia, en esta ocasión, no nos fue esquiva, y ahí estaba la otra gemela, porque era igualita igualita, como dos gotas de agua, esperándome afligida y abandonada. La volví a abrazar, pero esta vez no sin un poco de culpa por haberla confundido.
Y salimos nuevamente, ya prometiéndonos que compraríamos esas calcos de colores que siempre odiamos ver en el carrousel de bártulos ajenos.
Pero, ¿saben qué?, cuando me dieron mi valija, por segunda vez, nadie, de nuevo, me pidió el dichoso papelito.

ÚLTIMAS NOTICIAS